El 25 de noviembre de 2016 una noticia sacudió al pueblo de Cuba cual si fuera el coletazo del más potente huracán.
El general de ejército Raúl Castro Ruz compareció ante las cámaras con su uniforme verdeolivo y el rostro compungido por la tristeza: había fallecido el ser que más admiró en esta vida, su hermano de sangre y del alma, Fidel.
Parecía cosa de ficción la muerte del líder histórico de la Revolución, un ser brillante, que había logrado lo que nadie pudo hacer antes que él: nuclear un ejército de valientes en plena Sierra Maestra, derrocar a un gobierno tiránico, nacionalizar las industrias extranjeras, acabar con el analfabetismo, repartir las tierras de los grandes latifundios a los campesinos pobres que las trabajaban de antaño a cambio de migajas y decretar el carácter gratuito de la salud y la educación.
¿De dónde le nacía tanta fuerza?, ¿cómo pudo influir de tal manera sobre su pueblo, para que lo respaldara incluso en los momentos más crudos del periodo especial?
La capacidad de los cubanos de resistir el impacto del más largo y cruel bloqueo de la historia ha sido posible gracias al ejemplo de Fidel.
Su dimensión de gigante no le impidió doblarse hasta equiparar su estatura con la de los niños, para quienes edificó escuelas modernas, donde aprender a ser hombres de bien.
En el campo, en los laboratorios, en los hospitales, en los terrenos deportivos, en los congresos, en las fábricas, en las academias, en cada sitio, dejó su huella el Comandante en Jefe.
Su afán de explorador lo llevó incluso hasta lugares invisibles, esos que se hallan en el interior de las personas, a quienes compadeció, amó y protegió como un padre.
Algunos le reprocharon su excesivo paternalismo, ese querer controlarlo todo; pero pocos como él reunían el valor para echarse un país a cuestas y hacerse responsable por su destino. Un país pesa demasiado en la espalda de un solo hombre, sobre todo cuando se trata de una isla acechada y cercada económicamente como su querida Cuba.
«El sol quema con la misma luz con que alumbra. El sol tiene manchas. Los agradecidos ven la luz. Los desagradecidos ven las manchas», pensaba Martí con razón.
Fidel era un hombre de muchas luces, luces como de esas estrellas que incluso después de muertas alcanzamos a ver.
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