Los campos en los que cayó el 11 de mayo de 1873 el mayor general del Ejército Libertador Ignacio Agramonte Loynaz acogieron 22 años más tarde, en honor al héroe camagüeyano, la celebración de un evento trascendental de la historia de Cuba: la Asamblea de Jimaguayú.
Las metas de la reunión eran cohesionar a todas las fuerzas insurrectas y establecer legalmente el Estado Nacional en Armas.
Del 13 al 18 de septiembre de 1895 se suscitó el debate entre los delegados de Occidente, Las Villas, Camagüey y Oriente, portadores de diferentes visiones sobre la organización de la revolución.
Algunos representantes de la región oriental, entre los que destacaba Rafael Portuondo Tamayo, respaldaban la tesis de Antonio Maceo en pos de la centralización de poderes, que otorgara al ejército «la mayor cantidad de facultades compatibles con las instituciones de la República».
Fermín Valdés Domínguez y Enrique Loynaz del Castillo, seguidores de las ideas martianas, demandaban la separación de funciones y la concesión de amplias potestades tanto al gobierno como al ejército, sin que uno pudiera interferir en las actividades del otro.
En el memorable encuentro de La Mejorana, sostenido el cinco de mayo de 1895 por Martí, Gómez y Maceo, el Apóstol había explicado a sus compañeros la importancia de un equilibrio de poderes, pensamiento que retomó esa misma jornada en su diario de campaña al apuntar: “El Ejército libre, y el país, como país y con toda su dignidad representado”.
Desafortunadamente la muerte del Maestro privó a la Constituyente de Jimaguayú de una voz imprescindible.
Un tercer proyecto, defendido por Salvador Cisneros Betancourt, abogaba por la subordinación del poder militar al mando civil, para evitar con ello una posible tiranía. La propuesta, muy similar a la aprobada en Guáimaro en abril de 1869, era incongruente con la realidad de la guerra, por lo que fue desaprobada.
Los participantes convinieron finalmente en establecer un gobierno que aunara los poderes legislativo y ejecutivo, el cual supuestamente no podría interferir en los asuntos militares.
Salvador Cisneros Betancourt fue investido presidente del Consejo de Gobierno y Bartolomé Masó quedó como su vicepresidente; a Máximo Gómez y Antonio Maceo los proclamaron General en Jefe del Ejército Libertador y Lugarteniente General, respectivamente, y Tomás Estrada Palma asumió el encargo de delegado plenipotenciario de Cuba en el extranjero.
El 16 de septiembre se aprobó la Constitución de Jimaguayú cuyo texto breve develaba la intención de separar a Cuba de la monarquía española e instituir un estado independiente.
En su artículo 19 advertía: “Todos los cubanos están obligados a servir a la Revolución con su persona e intereses, según sus aptitudes”.
Jimaguayú significó un paso de avance en la organización gubernamental, en comparación con la Asamblea de Guáimaro, al presentar una estrategia coherente con la etapa de lucha en curso; sin embargo, se le reconocen algunas flaquezas como la instauración de una secretaría de guerra, que no tardaría en entrar en contradicción con el aparato militar.
Perniciosa resultó además la atribución adjudicada al Consejo de Gobierno de conferir grados militares de coronel en adelante, decisión que irrespetaba la autoridad del General en Jefe e incitaba a los aspirantes a dichas promociones a estar al corriente de los vaivenes políticos que pudieran favorecerlos, en lugar de ganarse el ascenso en el campo de batalla a golpe de valor.
Otra falencia se corresponde con el artículo cuatro de la Carta Magna. Este enunciaba: “El consejo de gobierno solamente intervendrá en la dirección de las operaciones militares, cuando a su juicio sea absolutamente necesaria la realización de otros fines políticos”.
La redacción de este apartado se prestaba a ambigüedades, puesto que nunca se precisó qué podían ser esos “fines políticos».
Con una vigencia de dos años y pese a sus imperfecciones, la constitución mambisa de Jimaguayú confirió legalidad a la Guerra Necesaria, fue un hito de la unidad y devino símbolo de continuidad en la construcción de una nación libre y dueña de su destino.