Todos los cubanos, por estos días, tenemos opiniones diversas sobre el proceso de ordenamiento monetario. La gran mayoría apoyamos la reforma porque somos conscientes de que tributa a la justicia social que pretendemos como proyecto político y de que, en el orden económico, eliminar el CUC era preciso para garantizar la soberanía monetaria.
A la vez, y sin que sea contradictorio, puntos de vistas críticos sobrevuelan casas, oficinas y calles, más que nada porque los que aquí vivimos idealizamos a la Revolución y aspiramos a que cada medida se calcule con precisión exacta para que salga perfecto. A quienes nos importa Cuba, su presente y destino, emitimos juicios que, en ocasiones, se radicalizan y se hacen intolerables al ensayo y el error.
Nos pasa a muchos cuando olvidamos que los proyectos socioeconómicos, si son humanistas, tienden a retroceder para avanzar, a rectificar, a escuchar al pueblo, sobre todo en épocas en que se afinan mecanismos de participación popular y construcción de consensos.
No es quedar bien con todos, como algunos dicen, sino representar los intereses mayoritarios. Más que de demandas sectoriales, se trata de un conglomerado que lo trasciende; más que lujos propios del primer mundo, lo que se salvan son las conquistas y necesidades básicas, sobre la austeridad y racionalidad con las que aprendimos a vivir los bloqueados financieramente; más que de antojos y ventajismos, se rescata el derecho al estímulo material de los que producen y crean.
Estas líneas nacen de mi vivencia en la última semana. Una simple mudanza me ha provocado la reflexión, pensando en el caos y el orden como dos caras de la misma moneda, dos partes imprescindibles para el movimiento en el continuo del estado real al deseado. Con lupa miraba mi reguero: cajas por toda la casa, cacharros, libros, recuerdos, lo que quiero salvar, lo que desecho, lo que necesito ahora, lo que podría ser útil, lo que me hace feliz, lo que perdió valor de uso, lo que tengo, lo que preciso y no puedo tener, lo que quisiera.
La realidad concreta, cargada de vicisitudes y emergencias, me ratifica en que, más allá de las voluntades y de las ideas diseñadas para implementar mi proceso de cambio de hogar, las acciones no siempre se dan linealmente como se prevén y los resultados esperados se someten a tantas invariantes, que terminan sorprendiendo al ser humano, dejando como saldo principal la vivencia, la experiencia y el goce de hacer lo que creímos conveniente, correcto.
Por estos días reafirmo una vieja certeza: para emprender proyectos, por difíciles que parezcan, lo único que se necesita es creer en su cabalidad y, en esa tentación de dialogar la vida con el país donde la reproduzco, la Tarea Ordenamiento, la voluntad política que la sostiene y sus vaivenes para la toma definitiva de algunas decisiones se cuelan entre cajones y mi intención de cambiar, de dar un pasito hacia el bienestar.
Lente para la vida personal y catalejo para el país ofrecieron vista panorámica del momento que vivimos, de la realidad que me circunda, del valor de mi humilde contribución como parte del sistema del que formo parte. No es el ordenamiento asunto de tiendas en CUC hasta junio y otras en moneda nacional, aumentos de salarios, unificación monetaria, mesas redondas con nuevos anuncios de precios atendiendo a quejas de la población.
Más que ello, se trata de un proceso de perfeccionamiento que incluye el estímulo al empleo para que los trabajadores puedan tener mayor remuneración económica por sus servicios, para lo cual están pendientes mejores ritmos, control de la inflación, ajuste definitivo de precios, pero, en lo relativo al factor humano como pieza primordial, cambios sustantivos en las maneras de dirigir, trabajar, servir y producir deben rehacerse de forma inmediata.
Si se gana más, se puede pagar más siempre que la calidad lo amerite, cambio que concierne a todos los sectores de la sociedad, todos sus miembros laboralmente activos. La conformidad nuestra, o su antítesis, no es asunto de los ministerios o de la Comisión Permanente para la Implementación y Desarrollo, no tiene un nombre en particular, sino la huella de todos los que hoy, desde cualquier trinchera, hacemos el país.
Aumentar el costo de bienes y servicios es preciso y posible, pero la conquista ganada de recibir mayor salario por lo que hacemos no puede ocasionar la angustia de tener que pagar por lo que es depreciable, aunque imprescindible.
Habrá que apurarse para darnos cuenta de que el pan tiene que mejorar su calidad, el maestro tiene que actualizarse más para sus clases, la peluquera ingeniarse pelados a la moda para todas las edades y el pastelero ponerle color y gracia al merengue de la panetela borracha.
Nadie ha dicho que este sea un proceso sencillo para quienes lo estamos intentando. El constructor no disfruta tanto la casa como el que llega a vivirla cuando ya está lista. A nuestros hijos y nietos le estamos armando un país más justo y aunque el camino está claro, los pasos los tenemos que ir articulando en la marcha cotidiana.
Quienes creemos en el carácter revolucionario de esta práctica podemos decir que nos vamos a seguir equivocando, fe que no produce miedo al error sino a la inmovilidad, a renunciar a la mejoría por la intimidación del fiasco.
Podemos rectificar, repetir, volver a comenzar, pero consagración y compromiso de nuestra parte son precisos en esta nueva práctica colectiva. Alzar voces críticas y constructivas es necesidad y llamado, al tiempo que es deber retomar la conciencia del lugar que ocupamos en esta nueva batalla.
En lo personal, algunas décadas -y una mudanza- me enseñaron que el socialismo es un horizonte travieso, que se aleja un poco más con cada movimiento. Se satisface una necesidad colectiva y aparece otra que la genera y supera. Ya lo mencionaba Eduardo Galeano en su Libro de los abrazos: “La utopía sirve para caminar”. En ese intento estamos todos, ahora, otra vez, con los brazos en alto para tocarla con la punta de los dedos.