Miguel Lores, teniente coronel de la columna invasora de Maceo, dirigía una guerrilla de independentistas en la zona de Gramales, Pinar del Río, hacia febrero de 1896. Allí lo interpeló un día una mujer esbelta, de facciones graciosas y ojos pardos oscuros que contrastaban con su piel blanca y refinada. Traía la voluntad resuelta de unirse a la tropa como un soldado más.
Lores la miró con una mezcla de asombro y pena. Igual fue la reacción de su jefe superior, el brigadier Antonio Varona, quien no tardó en llamar a la joven a su presencia y aclararle que el servicio activo de las armas no era espacio para una dama; en cambio podía admitirla en la Sanidad Militar, dados los conocimientos de medicina y farmacia que ella decía tener.
El siete de marzo de 1896, apenas tres semanas después de su incorporación a la guerra, Adela Azcuy, como se nombraba aquella pinareña, ya ostentaba el grado de subteniente de Sanidad y era incorporada a las tropas de otro respetado coronel: Miguel Banegas.
Dicho militar calificó el valor de Adela como un mero alarde y la admitió entre los suyos a regañadientes. Pensó que su presencia lejos de ayudar, sería perjudicial.
“¡He venido a la guerra a pelear, y si tengo que morir, quiero morir como los valientes, peleando!”, lo enfrentó la patriota cuando este quiso colocarla en el grupo de la impedimenta y no en el de los combatientes.
Molesto por la determinación de aquella testaruda y aún desconfiado de su valía, le ordenó en una ocasión defender junto a varios mambises unas cuchillas hacia donde se dirigían los atacantes españoles.
Adela arremetió contra el enemigo como una fiera y sus manos, diestras en auxiliar heridos en pleno combate, empuñaron esta vez el revólver y el machete. Tanto se aferró a la defensa de aquel sitio que su detractor tuvo que admitir: “Yo no podía imaginarme una mujer tan valiente, desde ese momento he sentido admiración por ella”.
Un testimonio de la época da fe de que “En Cañas, entre Guane y Mantua, en 1897 y en el fragor de una batalla, la señora Azcuy apeóse del caballo para curar a los heridos, en momentos de tan grave peligro que los facultativos se habían temporalmente retirado”.
Era un espectáculo observarla moverse en la línea de fuego, como si no le tuviera amor a su propia vida.
De mucho le sirvieron los conocimientos de caza, equitación y manejo de armas de fuego adquiridos durante su adolescencia en los montes de San Vicente, poblado donde se mudó su familia.
Quienes la conocieron la describen alegre y espontánea, con un atractivo personal irresistible.
El camagüeyano Jorge Monzón Cosculluela la amó desesperadamente. Admiraba su palabra elocuente y su atrevido cabello suelto, coronado por una cinta azul, que algunas cubanas usaban como símbolo de simpatía hacia los independentistas.
Ella, por su parte, adoró convertirse en la esposa de aquel licenciado en Farmacia amable y educado, que le compartió los secretos de su oficio y toda la ciencia que conocía.
En el año 1886 un brote de viruela ocasionó la muerte de Monzón y Adela quedó destrozada. Cinco años más tarde consentiría casarse con el español Castor del Moral, empleado de la farmacia de su anterior esposo.
La convivencia sacó a flote las diferencias irreconciliables de la pareja: ella abrazaba las ideas independentistas y él era un fervoroso defensor de los intereses coloniales.
“Mencionó Adela su intención de irse a la manigua insurrecta, y él, burlándose, respondió que no era ella capaz de matar a un pollo. No se habían apagado aún las risotadas del marido cuando la mujer, revólver en mano, le disparó sin acertar. Ese mismo día decidieron cerrar la botica y se separaron. Cogerían caminos diferentes. Ella salió rumbo a Hoyo Colorado, a unirse a los mambises; él se alistó en el ejército colonial donde permaneció hasta la derrota española”, relata el periodista Ciro Bianchi en su artículo La reina de Cuba.
Adela prefirió los avatares de la manigua antes de una existencia de lujos en un hogar sin amor.
Se le atribuye la participación en 49 combates como Loma del Toro, Cacarajícara, Montezuelo, Loma Blanca, El Guao, Loma Pañuela y Tumbas de Estorino, donde se codeó con grandes jefes de la guerra como el lugarteniente general Antonio Maceo.
El general de brigada Pedro Díaz, jefe de la Primera División del Sexto Cuerpo, premió su valentía al ascenderla a capitana el 12 de junio de 1896, grado ratificado por el Titán de Bronce el primero de diciembre de ese año.
En su diario de campo, publicado más tarde con el título Dos meses en la Isla de Cuba, el ruso Piotr Streltsov, quien combatió con el ejército libertador, rememora su encuentro con la patriota:
«(…) Durante una de las paradas conocí a una mujer que era capitana del ejército insurgente. Era una cubana de apariencia intelectual, de unos treinta años de edad, con un rostro de rasgos simpáticos y grandes ojos negros. No goza de ninguno de los privilegios a que le da derecho su sexo. Posee su destacamento y lo dirige durante la batalla, pero también ayuda frecuentemente a vendar y curar a los heridos, pues los insurgentes carecen de la necesaria atención médica. He conversado con ella durante más de una hora y quedé asombrado por los grandes conocimientos militares que posee. Además, me comunicó datos muy interesantes acerca de la vida y las costumbres de los cubanos. Esta mujer soldado, goza del cariño y del respeto de todos, pero en especial la quieren los niños, a quienes presta una gran atención. La prensa norteamericana la llama Juana de Arco, aunque ella no es la única mujer en las filas de los insurgentes y no tiene para estos el significado que tenía la muchacha de Orleans para Francia».
Cuando en diciembre de 1898 Adela Azcuy se licenció del ejército, le negaron su pensión de veterana porque según estimaban los burócratas: “no ha podido por razón de su sexo prestar servicios en el ejército”; entonces la capitana vistió su traje de mambisa y partió rumbo a la Quinta de los Molinos, residencia de Máximo Gómez en La Habana, a fin de que este legalizara su cargo.
Cuentan que al verla fue grande la impresión de Gómez, quien preguntó a uno de sus asistentes quién era esa mujer con tantas estrellas. Eso era Adela, un ser que transpiraba luz por cada uno de sus poros.
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Agradecemos la colaboración de Ricardo Álvarez Pérez, historiador del municipio de Viñales y presidente de la filial provincial de la Sociedad Cultural José Martí, cuyo aporte fue esencial para la realización de este artículo.