No soy novelero por naturaleza, y aunque el género no es de mis favoritos, en ocasiones les doy un voto de confianza, pues con tantos adeptos algo de bueno han de tener.
Sin embargo, a pocos capítulos de sus premieres siempre pierdo el interés, por lo que ya después la veo esporádicamente al tiempo que aterrillo a mi pareja con preguntas sobre sus personajes.
Mientras trato de disfrutarlas, mi crítico interno se activa y de qué manera. Me olvido de la llamada “Industria Cultural” de Theodor Adorno y Max Horkheimer y allá va eso.
Lo de la crítica me sucede con todos los espacios televisivos o con cualquier producto comunicativo audivisual para ser exactos, pero debo admitir que con las novelas se me va la mano. Y no es un asunto de discriminación multimedial, sino que la concepción misma del propio género se presta para ello.
Aceptémoslo, en las novelas no hay escalas grises o medios tonos, o el personaje es extremadamente malo o bonachonamente bueno, casi al punto del retraso mental. ¿Conflictos? Los de siempre. Uno de esos malos “haciéndole la vida un “yogurt” a uno o varios de esos buenos, familias en disputas eternas, problemas sociales hasta por gusto.
¿Las escenografías y demás? Para qué hablar de ello. En las novelas no hay casas malas ni problemas con el transporte, todo el mundo come y viste bien y así seguiríamos hasta el cansancio.
Llegados a este punto pudiéramos incluso hacer una lista dividida para las brasileñas, colombianas y las nuestras. Todas con guiones, estructuras argumentales y dramáticas manidos, pero ideas originales… bien pocas.
Pero el final de estas líneas no es el de poner en entredicho cuál es mejor o peor, ni siquiera comentar la cubana de turno –que bastante pésima está en todos los sentidos anteriores– pues para ello ya en las redes sociales tenemos quien le dé chucho.
El objetivo es, en cambio, abogar por rescatar un espacio que, entre todas las luces, más que de denuncia o conflictos, como estamos acostumbrados –al menos en el patio– debe ser de forma única el de entretener.
Y para los puristas, no creo que el único problema de nuestras telenovelas esté en el marco de los recursos, pues muchos como este escriba pueden recordar productos comunicativos de tiempos de antaño con excelente factura y gran aceptación. Pensemos en Shiralad, Pasión y Prejuicio, Tierra Brava y otros.
Creo que los gestores de este esperado espacio deberían apartarse de la socorrida denuncia de males sociales cotidianos y enseñanzas frívolas para la reflexión del televidente; recordemos que más de un idilio novelesco ha perdurado en las memorias de los seguidores de este género, precisamente por invitar al televidente a volar, a soñar, a poetizar.
Es en este sentido en donde quizás estemos más lejos de complacer al televidente cubano, pues la falta de calidad y la concepción de obras que gusten, se diluyen entre expectativas insustanciales.
Alejémonos de lo tradicional y miremos el contexto desde el punto de vista turco. Y pensemos por qué estos espacios son tan gustados hoy día entre nuestra población.
¿Qué son banales? Sí. ¿Qué no aportan los valores a los que estamos acostumbrados? Quizás. Lo que sí es cierto es que son entretenidas, divertidas y relajantes. Y sí, tienen mucho de lo que carecemos desde el punto de vista artístico y dramatúrgico.
Piense usted amigo lector, si es novelero claro, qué espera de este espacio audiovisual nuestro… y seguramente coincidirá conmigo en que se debe dar rienda suelta al humor, al amor, sus entramados y “tragiquismos”, y por sobre todas las cosas, permitirle al espectador encantarse, deleitarse, enamorarse y fantasear con cada personaje, todo con el fin de olvidar –al menos por 45 minutos– los problemas que nos aquejan.