Hay quien se siente desnudo sin su teléfono celular. En realidad, le pasa a la mayoría, y es hasta comprensible en tiempos de transferencias, pagos en línea, bancarización, códigos QR, grupos de ventas, trabajo a distancia…
El móvil es la herramienta del momento, la que encabeza el “top ten” de cosas necesarias en el siglo 21, incluso, más que la bolsa de nailon que como buen cubano siempre debemos llevar encima.
Con el celular y un paquete de datos podemos mover el mundo, o al menos verlo desde la distancia, y enterarnos de lo que pasa. Mejor aún, nos avisan de lo que vino al quiosco, del déficit de energía que habrá para la jornada, del valor del MLC en el mercado informal o de qué comemos pan de calabaza.
A través del teléfono y de las plataformas digitales observamos el comportamiento de los demás, aprendemos a conocer a quienes muestran una cara en las redes y otra en su casa. A veces criticamos, hacemos catarsis, debatimos; otras callamos, reímos, lloramos.
El móvil nos ha convertido en consumidores insaciables, en adictos crónicos. A las redes vamos en busca de la verdad, que a veces no es tal; allí nos enteramos de lo último de la farándula, de quien se queda o se va; ahí vemos las travesías de quienes buscan nuevos horizontes, reencuentros, despedidas.
El celular es el nuevo “mataburros” ante las dudas, la biblioteca para reproducir trabajos prácticos y tareas escolares. Ya incluso pone a prueba la capacidad humana y permite que con inteligencia artificial sea más “fácil” el trabajo.
Un celular con internet nos acerca a aquellos que amamos y están lejos; nos ahorra una larga cola o un viaje por gusto; nos pone en sintonía con el mundo, con lo actual y lo pasado; nos llena de ideas, sueños, entretenimiento…
Y así marchamos, en una carrera continua detrás de la tecnología. Pasamos de ser los dueños del celular a ser poseídos por un dispositivo que nos controla a cada paso. Es entonces cuando sobrepasamos los límites y pasamos de consumidores a ser consumidos.
Y así llegas a un establecimiento comercial y quien debe atenderte con una sonrisa se molesta porque le interrumpes el video que lo mantiene enajenado del servicio que presta.
Y así te preocupas cuando tu hijo no quiere salir a jugar con los demás niños del barrio porque prefiere matar zombis en un mundo virtual.
Y luego te encuentras a un graduado de preuniversitario que es incapaz de hablarte de su historia, porque todo lo que hizo fue copiar y pegar información de internet.
Y también llegas a una fiesta y prefieres hacerte un selfie para compartir con tus amigos virtuales sin articular una sílaba con los que fueron a compartir contigo en persona.
Incluso no entiendes por qué apenas se conversa en tu familia o por qué en vez de ir al médico cuando te sientes mal prefieres autoconsultarte en línea.
Hay quienes se sienten desnudos sin su teléfono celular, y es comprensible en tiempos de transferencias, pagos en línea, bancarización, códigos QR, grupos de ventas, trabajo a distancia…
Pero debemos ser capaces de reconocer cuándo y dónde fijar los límites que nos pueden llevar a otro tipo de desnudez. Una que puede costarnos mucho más que el último celular del mercado.