El más universal de los cubanos fue un artista completo. Tenía el don de la palabra diestra y la imaginación próspera, un indomable afán por el conocimiento y una voluntad creativa fecunda.
No solo se adelantó al modernismo literario -el propio poeta nicaragüense Rubén Darío reconoció en él un maestro- sino que participó de una forma u otra de la creación en varias manifestaciones del arte.
Siendo adolescente se inscribió en la escuela profesional de pintura y escultura San Alejandro para conocer las nociones básicas del dibujo. Recordemos que le tocó vivir un siglo caracterizado por la explosión vitalicia de la literatura y las bellas artes. En el presidio le pedía a Doña Leonor que le trajera la revista El Mundo Ilustrado para admirar sus grabados. Luego en la Isla de Pinos, donde pudo recuperarse de aquel prematuro encarcelamiento, estudió una biblia ilustrada en dos tomos. Ya en el exilio, cuando llegó a España, también estuvo muy cercano a galeristas y pintores.
Influenciado por la pintura en una época que cambia por los impresionistas, en sus descripciones literarias comienza a usar mucho el color y provoca al lector para que las imagine con la plasticidad de los cuadros. Cuando arribó a Nueva York en el frío invierno de 1880, el semanario The Hour le encomienda la crítica porque recién llegaba de Francia, la capital mundial del arte, y estaba nutrido de las novísimas tendencias. Desde entonces ejerció como colaborador de revistas y periódicos latinoamericanos. A ese año pertenecen más de 40 textos de su producción crítica.
Intentaba ir a los museos al menos una vez al mes para llenarse de color e imagen y ello a su vez retroalimentaba su escritura. Jorge Mañach lo refirió como un hombre sencillo que “solía pasarse la mañana de domingo en el Museo del Prado, con sus pisos crujientes y su silencio oloroso a cera… recogía impresiones en apuntes morosos –evidentes ejercicios de un criterio que buscaba las razones de su gusto”.
Su crítica estaba fundamentada en la impresión de la obra sobre los sentidos; comparando entre artistas y entre piezas. Con preguntas retóricas enfatizaba las ideas a modo de coloquio y era prolijo en descripciones para que el lector viviese los sucesos. Se dice que el ejercicio periodístico y su capacidad literaria le permitieron escribir incluso sobre hechos culturales que no había podido presenciar por sus muchas responsabilidades. Consideraba al crítico con la eticidad de “un hombre de peso, capaz de fallar contra sí mismo”, que debe “ver y deducir; debe analizar, resumir, explicar y adivinar”.
Como correspondía a la bohemia, entre sus amigos contaban numerosos escritores y pintores. Uno de ellos, el sueco Herman Norman, lo retrató al natural entre libros, en su despacho del 120 Front St., en Nueva York, con su anillo de hierro que decía “Cuba”. El pequeño óleo es el único retrato que se conserva hoy del Maestro.
Para el teatro escribió varias obras. Quizás su drama en verso Abdala es la más conocida. La publicó en el primer y único número del periódico La Patria Libre. Tenía 15 años y ya era capaz de tejer simbólicamente el argumento de quien desea morir en defensa de su tierra.
Durante su permanencia en España escribió Adúltera, un amor saturado de dudas. Algún tiempo después de haberle enseñado dicha obra a varios de sus amigos, él mismo llegó a expresar: “Todos presentan este amor simpático: yo lo presento repugnante. Todos, contagiados del espíritu infame, lo hacen natural, y en cierto modo lógica consecuencia de pasiones atenuantes del amor de la mujer. Yo lo hago, como casi siempre es: frío, brutal y carnal”.
En México escribió Amor con amor se paga, representada en un teatro de la capital mexicana en diciembre de 1875. Dos años más tarde, en Guatemala, concibió su última pieza teatral Patria y Libertad, en la que se evidencia su profundo latinoamericanismo en la denuncia a la explotación del indio por el régimen colonial.
Al margen de su quehacer dramatúrgico, Martí fue un gran amante de las artes escénicas y en varias ocasiones emitió juicios sobre representaciones que llamaron su atención. Afirmaba que el teatro es copia y consecuencia del pueblo y que un pueblo que quiere ser nuevo necesita producir un teatro original.
En el siglo XIX la música se escuchaba en óperas, en grandes conciertos públicos, también en las iglesias, las paradas militares, los circos, los parques. En cada hogar existía un piano para armonizar las jornadas. Incluso, la aparición del fonógrafo revitalizó y amplió la circulación de música por su posibilidad de grabación. Influenciado por esas armonías cosmopolitas proliferó su gusto por la manifestación.
Describía a la música como la palabra redimida, el discurso con alas, la poesía que va por el aire susurrando. Pero “no es posible pues y mucho menos serio, hallar en Martí un crítico musical de primera categoría. Sería ilógico y hasta inocente exigirle esas calidades. Dos cosas sin embargo no pueden negarse a menos que de Martí se tenga un conocimiento somero o demasiado unilateral: su amor a la música y el no haber incurrido nunca en un dislate cuando de ella habló”, afirma el crítico Orlando Martínez.
Al respecto, el investigador Salvador Arias defiende que Martí fue afinando y madurando sus gustos musicales a través del tiempo, sobretodo viviendo en una ciudad multicultural como Nueva York: “Un análisis de sus escritos de esa época (crónicas, cartas, notas en diarios) en los que reseñó o comentó vivamente acerca de variados temas musicales bien pudiera corroborarlo. No debe quedar al margen tampoco su cercana amistad y posibles conversaciones con el cubano Emilio Agramonte, director de la Escuela de Ópera y Oratorio, a quien Martí dedicó dos artículos de su periódico Patria que demuestran su fina sensibilidad y no escasos conocimientos musicales, sobre todo en el campo operístico”.
Por testimonio de María Mantilla se conoce que le gustaba tararear la guaracha cubana El negro bueno de F.V. Ramírez, la misma que se cantaba en el Teatro Villanueva en La Habana cuando fue asaltado por voluntarios españoles el 21 de enero de 1869.
También escribió la letra de una canción que musicalizó el tabaquero emigrado Benito O´Hallorans, que cantada por los cubanos de la Florida llegó a ser reconocida como La canción del Delegado, cuya letra reza: “Cuando proscrito en extranjero suelo/ La dulce patria de mi amor soñé/ Su luz buscaba en el azul del cielo/ Y allí su nombre refulgente hallé/ perpetuo soñador que no concibo/ El bien enajenado que entre sueños vi/ Siempre dulce esperanza va conmigo/ Allí estará en mi tumba junto a mí”.
Traducir obras literarias era entre sus oficios aquel que le permitía recibir la remuneración económica que necesitaba para vivir. Su primera traducción fue Mis hijos, versión del francés de la obra Mes Fils de Víctor Hugo. En 1888 publica la traducción de la novela estadounidense Ramona, de Helen Hunt Jackson, que lo consagró dentro del área profesional. Para la Casa Appleton de Nueva York, Martí tradujo otras obras, así como para revistas y periódicos.
Aquel hombre de mediana estatura, de manos largas e inquietas, que habitualmente vestía de negro, llevando un lazo delgado de seda negra, elevaba con lirismo sus palabras en una gramática llena de tropos. Creía que educar el gusto y decir la verdad era servir mejor a la Patria; entendía el arte como sustento para la cultura y el espíritu, virtud, triunfo, “la forma de lo divino, la revelación de lo extraordinario”, una herramienta capaz de preservar naciones.