Cuando se tiene cinco años, alguien de 20 te parece viejo, después ves que a esa edad el camino apenas comienza. Pero es el sueño de que con la adultez se alcanzan determinadas libertades, lo que apura a los niños a crecer antes de tiempo.
En la infancia escuchamos que los jóvenes son los responsables de un futuro mejor y eso cala, aunque no lo entiendas en su verdadera magnitud. Comienzas a acumular los sueños para cuando “seas mayor y puedas hacerlo”.
Después llega la adolescencia y las hormonas hacen lo suyo, en ese momento le damos más valor a poder llegar pasada la media noche de una fiesta. Los ideales y proyecciones cambian drásticamente. De nuevo los proyectos que parecen solo pertenecer a la “gente grande” esperan por la etapa adecuada para hacerse realidad.
A los 15 pareciera que lo lento desaparece, y antes de tener tiempo de procesarlo, llegan las primeras dos décadas con la responsabilidad del trabajo, el estudio, la familia, porque cada quien tiene su ritmo y su historia, pero las varillas con las que nos mide la sociedad, parecieran no entender de singularidades.
Si eres hombre y estás en ese rango etario, se espera que mantengas la casa; que tengas “una buena mujer”; que salgas de fiesta, más no demasiado para no llamar la atención; saber de fútbol, béisbol; tomar bebidas alcohólicas; y por supuesto, jugar dominó.
En el caso de las féminas, debes ganarte la vida, lucir impecable, invertir en ti, dedicar tiempo a las redes sociales y saber el último chisme de los famosos, sino ¿de qué vas a hablar?; y por supuesto, tener pareja. Para ambos por igual, después de los 25, la infaltable pregunta de ¿y los niños para cuándo?
Estereotipos y esquemas que reducen la libertad individual, que niegan la diversidad que nos es propia a los seres humanos. Como si no existieran más opciones, obviando las decisiones individuales que llevan a forjarse un camino único para cada uno.
No obstante, lo peor no es eso, lo verdaderamente complicado de tener veinte y tantos años es cuando quieres emprender un proyecto, hacer algo diferente y chocas con los “mayores” que aseguran: “Te falta experiencia para lograr lo que quieres”, “no acumulas los requisitos que solo se logran con tres décadas dedicadas a un oficio”, “no sabes lo suficiente sobre el tema” o “te ayudo, pero tiene que ser mi nombre el primero, pues tengo más rango”.
Entonces te acuerdas de eso de que eres el responsable de un futuro mejor e inevitablemente viene la pregunta de ¿cómo lo voy a lograr? si ahora que tengo el ímpetu y la idea, no me lo permiten. Los burocratismos no se reducen a los trámites legales, hay muchos que los tienen instaurados en el pensamiento.
¿Es la sabiduría exclusiva de una determinada edad? ¿Quién estableció esos límites? ¿Son inmutables? Los hay que aseguran que para el amor no hay edad, pero ¿para tomar decisiones laborales en una determinada escala sí?
Se vuelve complejo encontrar respuestas a estas preguntas, en especial cuando es pensamiento popular que la discriminación por cuestiones de edad ocurre generalmente de los jóvenes a las personas mayores.
Queda claro que no siempre es así, porque una buena idea puede venir de un niño de cuatro años, y no por eso pierde valor. Aquí de nuevo la cuestión es el respeto, el buen tacto para dirigirse a otros, no es lo mismo acompañar que suplantar.
En la Cuba de ahora, en esta que transformamos, se impone escucharnos sin importar los estatus o el tiempo de vida, estar dispuestos a hacer por nosotros y los nuestros; al final nadie va a preguntar la edad de los que lo hicieron, pero sí se van a interesar por el resultado.