En tiempos de crisis, desabastecimiento, distancia, miedos, aburrimiento, preocupaciones y planes detenidos, el estado natural predominante suele ser de pereza e irritabilidad. Si bien estamos seguros de que la situación es temporal y el amor es su más potente antídoto, las emociones están caldeadas al límite, dejándonos a veces sin herramientas para tramitar la paz y la alegría.
Con excepciones, como tiene toda regla, vemos cómo las tensiones derivadas de la COVID-19 y del panorama económico en el país dejan saldo negativo en las dinámicas y relaciones sociales, signos que se perciben tanto en la reproducción espiritual de la vida en la pareja y la familia como en las redes sociales, reales y virtuales.
Saber escuchar, ponerse en el lugar del interlocutor, respetar las diferencias y desarrollar habilidades para concertar y mediar conflictos son, para cualquier adulto, la prueba de su educación y madurez, resultados de un largo proceso de aprendizaje que se logra una vez que adquirimos la conciencia, es decir, la capacidad de dar cuenta de nuestros actos.
Sin embargo, mientras persistan los efectos de esta ocurrencia puntual será preciso llamar a contarnos, hacer ejercicio de introspección, revisarnos hasta autodescubrir el contenido de la nueva racionalidad con la que enfrentamos la supervivencia, que en lugar de ceder se atrinchera, en lugar de colectivizarse se individualiza, en lugar del amor hace la guerra.
Un primer intento puede ser “tratar de recoger la culpa”, es decir, no depositar afuera la causa de todo lo que nos afecta. El país, la pandemia, el trabajo, la cuarentena, el calor, el vecino, el niño sin institucionalidad o el apagón no son los responsables de estados de ánimos deprimidos e inestables, falta de creatividad para reiventarnos en las contingencias, pérdida de ternura para tratar a los seres queridos, renuncia a sueños y aspiraciones.
No niego que después de 17 meses en condiciones adversas sean naturales los exabruptos más frecuentes y la energía para pensar y encauzar proyectos se desenfoque y debilite por los mandatos del contexto. He escuchado a entregadas madres, paralizadas profesionalmente desde marzo de 2020, decir sobre su hijo: “Yo lo adoro, pero no veo la santa la hora de que se vaya para la escuela”.
Frente al orden de esta cotidianidad, reconocer y aceptar tales ambivalencias afectivas, sumadas al desborde o a la pérdida de paciencia, es señal de buena salud psicológica, pero no luchar contra ellas nos puede conducir a la infelicidad que, por su efecto repetitivo y monótono, podría instalarse como modus operandi, nueva forma de subjetivar y actuar en el presente y futuro, más allá de que la COVID-19 se esfume y volvamos a la normalidad sin nasobuco.
Por el momento, una tensa realidad nos condiciona diariamente el ser y estar. De cada cual, con todos los recursos en alerta para defender la felicidad, depende que nos determine; que tome las riendas de la existencia amorosa, familiar o profesional en el aquí y ahora concretos.
En esta época, la frase aprendida de “el que quiere, puede” cobra valor de uso como mecanismo de defensa. No se trata de proyectar lo que no es viable, sino de intentar apreciar fuerzas y recursos disponibles, desde el punto de vista material, afectivo y simbólico, para ajustarlo en función de las pautas del circunstancial modo de vivir.
Cada día me sorprendo al toparme con humildes amigos de la infancia convertidos en seres fríamente competitivos, que se disputan hasta el poder de la última palabra; hay quienes se vuelven recalcitrantes cuando expresan su opinión y otros no aceptan la diversidad en ninguna de sus variantes.
Algunos se adaptaron a cargar con la queja a cuestas y quieren repartirla sin estimar la energía renovable de quienes somos optimistas y están los que, para el equilibrio mental, prefieren enajenarse entre telenovelas. Abundan quienes critican todo sin descruzar los brazos para nada, los que se escudan en el choteo para mitigar frustraciones o necesitan exponernos la intimidad en vez de invertir en recrearla y disfrutarla hacia dentro de la casa.
También encuentro, por suerte, a los que trabajan y fundan, crean, siembran, educan o curan, piensan y comparten ideas con aportes sostenidos en la práctica y no en abstracciones filosóficas, deseosos de una playa y un descanso mientras trabajan duro en una fábrica, campo, laboratorio, centro de servicios u hospital de campaña.
Entre todos ellos, y sin ser ninguno en particular, estamos usted y yo, dueños y responsables absolutos de lo que tenemos y queremos, de lo que acontecerá en los próximos minutos, horas, días, meses, años. Ser feliz es horizonte común de los humanos, pero el derecho lo ganan quienes tengan más astucia para gestionarlo, temple para encender la vida y tomar el cielo por asalto.