Quizás a los más entendidos, el título de estas líneas le haga volar su imaginación hacia disímiles, variopintos o exóticos lugares a través de monedas foráneas o se extasíen mediante fragancias etiquetadas, e incluso, sueñen con añadir una chapa de botella más a un manojo existente.
Pero nada más lejos de la realidad, y aunque acertado solo por la palabra “colección”, el contenido de esta parrafada seguro regresará a la infancia a los que hoy ya comenzamos a notar nuestras primeras canas, y quizás haga saltar alguna que otra lagrimilla entre los mayores.
Y es que, en estos tiempos convulsos, asfixiados una vez más por los “amigables” vecinos, en los que pasamos parte del día de una cola a otra persiguiendo pollos, aceites, jabones, lejía, detergente líquido y tantas cosas más, es que me acuerdo de aquellos tiempos en los que nadie sabía a ciencia cierta en qué consistía verdaderamente aquel incipiente periodo especial.
Muchos recordarán aquellos “alumbrones” de los años ´90, los precios estratosféricos de los alimentos, los blúmeres caseros con elástico de preservativos, los yucapay, las zapatillas de corduroy con suela de cámaras de tractor, el picadillo de cáscaras de plátanos, los jabones se sosa cáustica y los maratones bajo el sol para llegar caminando al trabajo o a la escuela. Pero de todas esas cosas, mi mente recuerda siempre con agrado las famosas “colecciones”.
Digo famosas, pues no había un hogar donde no existieran. Era uno de los hobbies del momento, en los que en algún punto hasta los adultos se sumaron a la tarea de engrosarlas.
Estas no eran más que libros que se llenaban con etiquetas y envolturas de los productos de consumo que a mediados de los años `90 empezaron a aparecer en las diplotiendas y luego en las shoppings.
No sería fácil explicarlo pero, pero de un momento a otro la fiebre de las colecciones se extendió por todo el país. Ante la falta de juguetes, aquellos libros se convirtieron en uno de los entretenimientos por excelencia. Se creaban álbumes, y solo ganaba aquella inocente competencia quien en las tardes de sábado o domingos en la mañana durante el programa de Pocholo y su pandilla tuviera las mejores etiquetas.
Tanto así que, como los adultos, también creamos nuestro propio mercado negro y negociábamos con ellas, ya que una buena etiqueta sin roturas en sus esquinas podía ser intercambiada por objetos como bolas o trompos o varias otras etiquetas de menor valor que no teníamos.
Este arte milenario de coleccionar estuches y demás fue adquiriendo sofisticación y especialización, porque no toda etiqueta o envoltura era coleccionable.
Así surgieron también entre los más exquisitos, aquellos con perfiles de “curaduría” y los “completistas”, pues algunas colecciones requerían un tratamiento especial, ya fuera por los olores bien conservados de sus etiquetas o por lograr una serie completa de los refrescos Caricia. De esta forma, los forros dorados de las galletas Triunfo y los estuches de jabones Sue o de Zap –aquellos nailones que se pegaban a la piel como tatuajes luego de echarles alcohol– no se contaminaban con el olor inconfundible de una buena caja de “Marlboro”.
Eran tiempos difíciles, pero sencillos al menos para nosotros los que ahora, como decía, comenzamos a peinar las primeras canas.
Las mías y de mi hermano se desecharon algún tiempo después cuando cesó la fiebre y la situación económica comenzó a mejorar poco a poco. No obstante, mis compañeros de trabajo y yo aún discutimos sobre el tema, porque sencillamente cada uno de nosotros tenía la mejor de las colecciones.