Me llamo Elena Irene del Rosario Herrera Rogés: Elena como mi bisabuela materna, descendiente de franceses y Rosario como mi bisabuela paterna, que vivió en carne propia los horrores de la esclavitud.
Hay una mezcla fuerte de colores en mi sangre, pero me siento negra, muy negra. Estos dedos largos, mis pies bailadores y los dientes que conservo a mis 78 años, son herencia de mis ancestros africanos.
A mi bisabuela Charito le cortaron los suyos en picos para que no pudiera morder las carnes ni los dulces. Trabajaba de sol a sol para la familia Quintans, cuya casona radicaba en lo que es hoy la escuela primaria Luis y Sergio Saíz Montes de Oca.
Maldormía en las noches sobre una estera, ubicada al pie de la cama de sus amos, quienes a menudo la despertaban en la madrugada para que les alcanzara el orinal.
A Charo le ordenaban traer pesadas cestas de alimentos desde unos almacenes situados en lo que se conoce actualmente como Doña Neli. Los gallegos que allí laboraban como dependientes o estibadores soltaban babas por aquella negra bonita a la que forzaron en continuas ocasiones.
Era esclava todavía cuando nacieron sus retoños: dos varones y cuatro hembras: todos mestizos. Vinieron al mundo emancipados gracias a la Ley Moret o Ley de vientres libres, que concedió ese estatus a los hijos de esclavos nacidos en suelo cubano a partir de 1868.
Mi bisabuela nunca pudo amamantar a sus niños a pesar de que sus pechos rebosaban de leche. Su rutina demoledora no le dejaba tiempo para atender a los pequeños que quedaron al amparo de las negras viejas de la casa. Ellas preparaban unas papillas con el arroz restante de la cena. Mojaban los granos en agua, los envolvían en un lienzo pequeño y creaban una especie de chupete que permitía a los bebés succionar el agua de arroz.
Aquellos mulaticos comenzaron a empinarse sanos y fuertes. Al ser libres, no tenían que hacer las cosas de los esclavos y se ponían a recoger hojas de árboles en el mismo patio solariego donde preceptores muy instruidos educaban a los hijos de los dueños.
Atentos sus oídos a lecciones que no eran para ellos, aprendieron a leer y a escribir, a hablar con desenvoltura y a tener los sueños y ambiciones que jamás acarició su madre. Los varones se hicieron maestros de obra y las niñas, entre ellas mi abuela Juana de Dios Quintans, costureras.
JUANA DE DIOS Y JOSEFINA
A Charito no llegué a conocerla, porque murió algunos meses antes de mi nacimiento; pero dicen que bendecía la barriguita de mamá con los rezos aprendidos de sus mayores. Con la abuela Juana tuve mucho roce. Era hermosa y regia, con un aire de severidad que nos infundía temor a todos.
Cosía ojales a mano para una tintorería, con tanta destreza que parecían hechos a máquina. Era una trabajadora infatigable que logró ver a sus hijos convertidos en médicos, abogados y maestros, en una época marcada por la discriminación total hacia los negros.
En la crianza de los niños la ayudó Josefina, hija de Gertrudis, que todos los días pasaba con su mano de chiquillos por frente a los Escolapios.
-Ey, negra, la llamó en una ocasión abuela Juana, ¿por qué no me prestas a una de tus muchachitas para que me ayude a cuidar al Cuso, así apodaban al mayor de mis tíos.
-Ah, está bien, a la vuelta te la dejo, accedió Gertrudis y fue así como Josefina (Papía) entró a nuestra familia.
Aparentaba ser menor de lo que en realidad era por su extrema delgadez. Poco a poco perdió el vínculo con sus parientes, que una tarde no la vinieron a recoger porque llovía, a la siguiente le permitieron quedarse a cenar, a la otra, quedarse a dormir y así, hasta que encontró su espacio propio en casa de Juana de Dios y amó a los hijos de esta como suyos.
INFANCIA
Mi padre, Osvaldo Herrera Quintans, era muy apegado a Papía, quizá porque de niño fue enfermizo y se sentía a salvo entre sus brazos protectores.
Ella estuvo presente en momentos trascendentes de su vida como el nacimiento de su primera hija, quien les habla.
Fue el 15 de mayo de 1942. Nací tan deprimida que la comadrona me dio por muerta y me colocó sobre la banqueta de la cómoda de mi mamá, cuyo nombre era Elena María Rogés Curbelo.
Papá salió cabizbajo a comprar la cajita donde me enterrarían mientras que Josefina se acercó a donde estaba para rezar por mi alma. Por un momento mi pañal se movió y Papía creyó ver visiones, pero una segunda vez observó lo mismo y corrió al patio a contar lo ocurrido al resto de la familia reunida allí.
-La muertecita se movió, exclamó.
-¿Qué dices Papía?
-Que yo la vi.
-Imposible.
-Que sí, que sí. Véanlo por ustedes mismos, insistió nerviosa.
Un rato más tarde, papá llegó con la caja bajo el brazo y se asustó al escuchar el alboroto de los vecinos. Palideció por un instante con la impresión de que algo terrible le había ocurrido a su esposa, pero su rostro recobró el color cuando empezaron a gritarle:
-¡Está viva, tu niña está viva!
Nuestro hogar de la calle Virtudes se iluminó luego con la llegada de Osvaldo y de Cristina. Los tres crecimos en un ambiente sano donde no faltó el amor, los libros, el arbolito de navidad, las cartas a los reyes magos, las vacaciones en Puerto Esperanza y todas esas cosas lindas que dan sentido a la infancia.
Papi y mami, maestros de formación, ahorraron cada centavo para proporcionarnos una educación decorosa. Nos inculcaron disciplina y valores humanos como el respeto y la solidaridad. Aun cuando su crianza no estuvo exenta de rigidez, sentimos siempre la libertad de elegir nuestro camino.
Opté por el magisterio e ingresé a la Normal de Kindergarten, especialidad carísima que mis padres costearon para mí. Fui la única mulata entre tantas niñas blancas. Vestíamos uniformes de gala con sus respectivas medias largas, tacones y boina. Uno de los requisitos de ingreso era dominar el piano, ya que el maestro debía ser capaz de cantar a los infantes. En ese centro adquirí muchas habilidades que me fueron de gran provecho durante mi vida laboral.
Mis últimos años de estudios coincidieron con los primeros de la Revolución. En enero de 1961 encaré el reto de sumarme como brigadista a la Campaña de Alfabetización y pese a la oposición de mis padres, que temían por mi seguridad, partí con cartilla y farol rumbo al municipio de San Luis.
ESOS NIÑITOS QUE FORMÉ…
Me ubicaron en Guainacabo, donde tuve por alumnos a Los Patricios. Así llamaban los lugareños a unos desmochadores de palmas que decían “onde”, en lugar de “donde”, y que no eran capaces siquiera de escribir sus propios nombres. A veces me obsequiaban unos boniaticos quemados que agradecía mucho, pues era el alimento más delicioso que se encontraba por aquellos días.
Mi primer centro laboral fue casualmente en San Luis, en un sitio conocido como Cayambí. Posteriormente estuve en Palizada y en La Llanada donde atendí grados múltiples.
Después crearon el internado Isidro de Armas en Pinar del Río y me traslado a este centro, que en mi mente llegué a comparar con un verdadero almacén de niños. Allí educábamos a pequeños huérfanos de madre y padre y a guajiritos de los más intrincados lugares que jamás habían recibido instrucción. La mayoría ni siquiera dominaba sus edades, tuvimos que deducirlas en muchos casos por sus fórmulas dentarias.
Los maestros nos convertimos en auxiliares a tiempo completo de aquellos muchachitos. Los acompañábamos al comedor, les enseñábamos a usar los cubiertos y los socorrimos cual si fuésemos enfermeros cuando se suscitó aquel brote de tiña en la escuela.
Enseñé en varias instituciones más y finalmente me jubilé en el seminternado Leopoldo Febles. En todos esos centros conocí la realidad de cientos de pequeños: algunos, amados y protegidos por sus familias y otros, víctimas de hogares disfuncionales.
Todavía guardo los dibujos y cartas de esos niñitos que formé. Hoy son científicos, ingenieros o técnicos que devuelven la vida útil a un viejo aparato electrónico en los talleres… Unos cuantos penan en prisión y les mando estampitas para que tengan a Dios con ellos. Están además los que dirigen hospitales o forman alumnos en una universidad. Varios, de seguro, me olvidaron; pero de todos me llevé lecciones de vida y tomé las piezas que me convirtieron en maestra.
Excelente maestra, la mejor que he tenido.
Estupendo, cuanta alegria. al ver ese articulo sobre alguien que bien se merece un libro Elenita nuestra amiga companera y hna en Puerto Esperanza. y que mucho me ayudastes en mis primeos pasos en la docencia , cuando nos formabamos, Hay tres personas que jamas podre olvidar . Elenita Roge,Luis Garces y Manuel Venereo. abrazos mi hna. Oscar y Mayra pto Esperanza