Estamos enfrentando varios problemas, distorsión de la economía doméstica, realidad de los valores de la mercancía, desconocimiento de las leyes del comercio -incluidas las más descabelladas- y la falta de personal adecuado o conocedor del giro.
No les voy a comentar las grandes dificultades que afrontamos, ¡no!, ustedes las conocen bien. Sencillamente hablaré de algo que además de saberlo lo padecen, solo a través de un ejemplo.
Las roscas de la discordia es un tema complicado, porque en principio va dirigido, como norma, a los menores de los hogares. El tres no tiene ningún mensaje encriptado ni de significación esotérica, sino que es más bonito; la taza (de las pequeñas) sí tiene su objetivo, que permita discernir el tamaño de ambos.
Como el tiempo apremia, iremos por el camino más corto. No es un secreto el precio del azúcar, la harina, la electricidad o el gas, el que usen; conocemos las dificultades de la transportación; pero también sabemos que por la magnitud, cada rosca a tres pesos está sobredimensionada en la ganancia, inclusive después de pagados los impuestos y los salarios de los productores. No hay que ser experto para saberlo.
Evidentemente estamos multiplicando gramos por decenas de centavos, que al final deja utilidades que superan el sentido común. Si convocamos a los productores a un laboratorio con una balanza seríamos más justos, porque cada cual tendrá su opinión, pero se impondrá la razón aritmética. Pero el pueblo cuando compra no experimenta, no ensaya, solo come, degusta y lleva para su casa.
En un lugar con alternativas, las personas cuando enfrentan esta situación le aplican una mágica medida que el comercio le llama “bloqueo”, si lo tuyo no se ajusta a lo normal, la gente te bloquea y eso significa que no compran. En nuestro caso, es de tómalo o déjalo. El hándicap de nuestro ciudadano.
La otra dificultad está en los empleados. El empleado del comercio no es un siervo, es tan digno como el mejor profesional, obrero, empresario, campesino o productor, pero debe tener un sexto sentido: saber dialogar, escuchar y transmitir.
Cuando un cliente le transmite un desacuerdo sobre la cantidad o calidad del producto, en lugar de ponerse a discutir o razonar de cosas que ni a veces domina, su tarea es comunicarlo al dueño, porque este debe poseer la sagacidad de conocer cada cosa que expende y lo que los demás piensan de ella, ya que aparte de productos, vende simpatía y lo más importante, competencia.
La competencia, aunque a algunos no les gusta, porque le temen al capitalismo, es la forma por excelencia de vender más y aunque no les guste, tienen que depender de ella, si lo de ellos es mejor que lo del vecino, tendrán más clientes y eso es más ganancia.
Quizás el vendedor logre compromisos o entendimiento con el productor, porque, por el contrario, cuando la población se indisponga, ambos perderán clientes.
El cliente, en el lenguaje académico más simple, se entiende a la persona que compra en una tienda o que utiliza con asiduidad los servicios de un profesional o empresa. Pero el cliente tiene sus obligaciones: primero el respeto al empleado vendedor, pero eso no significa que no exprese su disconformidad con lo que adquiere. Se supone que lo haga en la forma más respetuosa; pero lo que está sucediendo en nuestro medio es que la generalidad de los empleados de hoy parece que asumen el papel de dueños (posiblemente hacen lo que no haría el dueño) e inmediatamente responden de forma airada, molestos, incómodos y eso no es bueno para el negocio.
Es necesario que el sentido común se implante en la mente de las personas que si quieren negociar estudien las leyes de la producción y del comercio; que se pertrechen de las leyes para que sepan las barbaridades que están haciendo, amparados en supuestas leyes populares de oferta y demanda (esa ley lleva estudios), y comprender cuando ganan y cuando estafan.
Todo lo anterior es entendible, no solo para los alimentos de mostrador, sino para todo lo que se elabore, porque están desbancando los bolsillos de la población y eso tiene un límite.