Pinar del Río ha sido cuna de hombres y mujeres que han dejado huella en la historia de Cuba. Entre ellos destaca Lázaro Hernández Arroyo, un joven revolucionario que entregó su vida con una devoción inquebrantable por la libertad de su Patria. Su nombre, menos conocido en el imaginario popular, resplandece con el fulgor de quienes luchan desde el anonimato, forjando los cimientos de la Revolución Cubana.
Lázaro nació el 17 de diciembre de 1931 en el corazón de Vueltabajo, en un humilde hogar en el conocido hoy como reparto Oriente, en un entorno que le enseñó desde pequeño el valor del trabajo duro y la solidaridad. Realizó los estudios primarios en la escuela pública número 10, conocida como Gabriela Mistral, y enseguida tuvo que abandonar el aula y comenzar a trabajar para sustentar la economía familiar.
Con solo 12 años de edad ya era aprendiz en la dulcería Careaga, situada en la calle Justo Hidalgo, después trasladaba los dulces hasta el frente del teatro Milanés, donde se vendían. A los 15 años se traslada a La Habana, donde vivía uno de sus hermanos, y empezó a laborar como albañil.
Lázaro, con su carácter sereno, pero firme, se manifestó contra la dictadura cuando se produjo el golpe de Estado del 10 de marzo de 1952, protagonizado por Fulgencio Batista, más tarde se incorporó al movimiento insurreccional dirigido por Fidel Castro.
En las reuniones clandestinas comenzó a moldearse su conciencia revolucionaria. Formó parte de la célula que comandó Hugo Camejo Valdés, la cual abarcaba los barrios de Pocito y Coco Solo.
En los años previos a 1959, Lázaro fue pieza clave en las redes de apoyo logístico que operaban en las serranías de Pinar del Río. Desde allí, contribuyó a la organización de los combatientes, al traslado de recursos y al fortalecimiento de los nexos entre los diferentes frentes guerrilleros. Aunque su papel no siempre estuvo bajo los reflectores, su dedicación fue esencial para sostener el esfuerzo de aquellos que luchaban con las armas en la mano.
Uno de los momentos más significativos en su vida fue la participación en la preparación de jóvenes que se unirían a la lucha armada. Con paciencia y firmeza, enseñó a muchos a enfrentarse al peligro y a preservar la dignidad, incluso, en las condiciones más adversas. Su liderazgo no provenía de su jerarquía, sino de su ejemplo, pues nunca pidió más a los demás de lo que él mismo estaba dispuesto a dar.
La historia de Lázaro Hernández Arroyo está marcada por su trágico desenlace. En un enfrentamiento con las fuerzas represivas del régimen, cayó abatido en un acto de valentía que lo inmortalizó en los asaltos a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, donde cayó junto a José Antonio Labrador. Su muerte no solo fue una pérdida para el Movimiento, sino también una llamada de atención sobre el precio que los cubanos estaban dispuestos a pagar por su libertad.
No buscó gloria ni reconocimiento, pero su vida es una lección de compromiso y entrega. Es un recordatorio de que la libertad no es una conquista instantánea, es el resultado de miles de gestos valientes, muchas veces silenciosos, pero siempre indispensables.
Pinar del Río, en su esencia rebelde y firme, lo honra como uno de los suyos, un hijo de la tierra que dio todo por la justicia.