En el maletín colocó lo imprescindible: unas mudas de ropa, una toalla, el cepillo de dientes…Acomodar todas estas cosas le provocó un poco de vértigos. Hasta ese momento no había concientizado el peso de su decisión.
Por un momento dejó de ordenar las cosas y se sentó en la cama, preocupada:
“Voy a retractarme, a llamar con una excusa a la decana de mi Facultad, a decirle que no podré cumplir con mi palabra”, pensó para sus adentros. La ansiedad no la dejó dormir esa noche.
A la mañana siguiente tragó con dificultad su desayuno; y se le hizo un nudo en la garganta cuando llegó la hora de despedirse de su abuela.
-No te vayas Anita, mira que en ese lugar te me puedes enfermar, compláceme, anda.
-Abue, voy a hacer un bien, como me has enseñado tú toda la vida -respondió la nieta y partió, llena de incertidumbres, pero segura de que hacía lo correcto, rumbo al hospital de campaña para contactos de casos positivos a la COVID-19, habilitado en la sede de la Universidad Hermanos Saíz Montes de Oca.
En ese mismo centro, Ana Laura cursa su primer año de Licenciatura en Gestión Sociocultural para el Desarrollo, pero debido a la pandemia, apenas ha podido aquilatar el gozo de las clases presenciales y los aprendizajes derivados del contacto directo con profesores y estudiantes.
Su encuentro con la Alma Máter pinareña ha ocurrido de otro modo, un tanto sui géneris.
En apenas una semana, memorizó la estructura de los albergues, que limpió varias veces, abrumada por la máscara que nublaba su vista y el calor de la sobrebata que la protegía del contagio.
Conoció además las dinámicas de la cocina, donde fue preciso hacer magia para conseguir, con pocos recursos, responder a las exigencias de muchos.
“En la cocina empezábamos a las siete de la mañana y terminábamos a las 11 de la noche. Era el trabajo más desgastante y por eso se rotaba entre dos equipos. Un día apoyabas en la limpieza y otro, en la elaboración y distribución de alimentos”, relata la joven y prosigue:
“Las primeras jornadas fueron las más difíciles. Una tarde reportaron cinco pacientes positivos en la sede, y me caí muerta en el puesto.
“Traté de no llorar, pero resultó imposible. Todo lo que quería era salir de allí. El apoyo de mis compañeros de labor fue esencial para vencer aquellos miedos iniciales. En lo adelante asumí más confiada el trabajo, sin descuidar por un instante las medidas de seguridad.
“Soy una persona tímida. Recuerdo que una vez cuando estaba como en séptimo grado, me pararon en la plazoleta de la escuela a decir un poema y no pude recitar. Empecé a vomitar y me sentí fatigada. He tratado de luchar toda mi vida contra esa timidez y fue esa una de las razones que me llevaron a apuntarme de voluntaria en el hospital de campaña.
“La experiencia me sirvió de mucho. Pude conocer nuevos amigos, lidiar con disímiles caracteres y aceptar a las personas tal y como son, a pesar de sus manías o resabios.
“Allí adentro recibí verdaderas lecciones de humildad. Entendí que todos somos igualmente vulnerables ante una enfermedad, sin importar si tenemos más o menos dinero o las cosas materiales que atesoremos.
“Hubo momentos tristes, como aquel en que una mamá fue confirmada como positiva y tuvo que dejar a su hijo de cuatro meses de nacido al cuidado de su esposo.
“Minutos antes de que la trasladaran, aquella mujer lloraba con tanto sentimiento, que uno sentía ganas de abrazarla, de confortarla de algún modo, pero en aquellas condiciones solo pudimos decirle: ‘No se preocupe, que aquí cuidaremos muy bien de su bebé’.
“Los cuartos estaban llenos de niños con sus familiares; y si ya era difícil ver enfermar a un padre, más aún lo era cuando reportaban a algún pequeño como portador del virus.
“Es probable que esos mismos niñitos, te hubieran dado los buenos días en la mañana o mostrado su juguete preferido; y esa conexión surgida en medio de la convivencia, hacía que nos doliera más cuando se los llevaban enfermos para el Pediátrico.
“Haberlos ayudado de alguna forma, es algo de lo que me siento orgullosa”, dice Ana y confiesa que ya tiene fecha para volver a zona roja.
Esta muchacha, amante del azul, del chocolate y de las novelas fantásticas de vampiros y otras criaturas sobrenaturales, afirma que es un poco más valiente desde que culminara ese primer servicio.
Cuando su grupo se retiraba de la sede universitaria, algunos pacientes se asomaron a las ventanas y los balcones para decir adiós a los voluntarios. Esa imagen a cada rato vuelve a su cabeza. Es la expresión de gratitud más grande que haya recibido alguna vez.