Hace unos años cuando me leí el excelente libro de Leonardo Padura El hombre que amaba los perros, me quedé boquiabierta ante la imagen que devela uno de los pasajes a los que alude el gran novelista habanero, quien fuese galardonado en 2015 con el premio Princesa de Asturias, de las Letras (España) y es que solo su espectacular manera de describir puede hacer poesía al hablar de uno de los fenómenos naturales más temidos, que nos tiene en vilo a todos los cubanos entre junio y noviembre en cada vuelta al sol.
En la página 12 de la novela se lee: “La etapa más crítica, para Ana y, como resultó lógico, para cada uno de los habitantes de la isla, se abrió cuando Iván, con vientos sostenidos de alrededor de doscientos cincuenta kilómetros por hora, empezó a pasearse por los mares al sur de Cuba. El ciclón se movía con indolente prepotencia, como si estuviera escogiendo, con toda perversión, el punto donde daría el inevitable giro al norte y partiría en dos el país, dejando una enorme trocha de ruinas y muerte”. El referente de la realidad que recrea Padura coincide con el huracán que nos azotó en 2004 y que, aún sigue siendo una pesadilla en la mente de muchas familias.
Para el autor del libro, el ciclón se convirtió en un “motivo” para conseguir la analogía entre el desastre natural y la avalancha que se le venía encima a los personajes claves de su historia: Ana e Iván (este último, coincidente o intencionalmente nombrado como el ciclón de 2004) y que podría ayudar a los lectores a entender cuán difícil serían los sucesos que en lo adelante constituirían la trama a desarrollar. Para quienes sufrieron los embates del embravecido evento, no podrían jamás ver arte, donde solo hubo destrucción y manos vacías que se apretaban sobre las cabezas, cuando al día siguiente se deslumbraba ante los ojos incrédulos un panorama totalmente desolador, consecuencia de la categoría cuatro, en la que los vientos se adueñaron de cada milímetro de tierra al alcance de sus garras.
Casi 20 años después, Ian -con categoría tres- no fue menos invasor; la diferencia es que esta vez, su ojo prefirió a la más occidental de las provincias, decidió recrearse en los municipios del buen pescado y del mejor tabaco del mundo y, por si fuera poco, puso todo su empeño en “apretujar” a la ciudad cabecera y al municipio mejor postor al turismo en Vueltabajo.
Sus ráfagas no escatimaron en destruir viviendas, escuelas, centros de trabajo, árboles y sueños hecho pedazos en solo unas horas.
Ian no tuvo escrúpulos; cuentan los más viejos que nunca han vivido algo similar y, mientras se alejaba, recordó a todos, que los vientos caprichosos de un huracán ofuscado no discriminan, porque ante su furia no hay nada ni nadie que pueda resistirse; pero, aunque nos duele muchísimo ver cómo ha quedado Pinar del Río (sin que parezca poesía), nos queda una lección imperecedera: aprender a adivinar la rabia de las categorías ciclónicas sin confiarnos y sin dejar a la suerte la responsabilidad de acompañarnos.
Los daños de Ian, como antes fueron los de Iván y los de otros tantos que se han encaprichado con la Mayor de las Antillas, por más horribles que sean, constituyen la parte tangible de la historia, que los emparentará por siempre a este triste septiembre de 2022; sin embargo, creo que hay que hacer un balance de lo bueno que develó: la solidaridad con la gente que se autoevacuó, de la gente que le abrió las puertas a quienes lo necesitaron y compartieron su pan y sus miedos, con familiares y vecinos, con la convicción de que la ayuda al prójimo no puede ser sustantivo, sino verbo.
Ian seguirá resonando en nuestros oídos como la experiencia maltrecha que no pasará por mucho tiempo.