Aunque muchos son los intentos desde diferentes contextos por incentivar la lectura como proceso enriquecedor de saberes y vía idónea para “no dejar morir la memoria histórica”, como diría Galeano, lo cierto es que -muy a nuestro pesar- aún no se alcanzan los niveles de satisfacción deseados. ¿Cuáles pueden ser las causas de esta realidad? Muchos podrían ser los puntos de análisis en este particular, sobre todo, si nos acercamos a lo que nos ha heredado la era digital, principalmente, a los más jóvenes.
La lectura, como actividad de valor agregado, se remonta a épocas antiquísimas, y no es un secreto que su enseñanza en la escuela ha sido privilegiada desde los tiempos de Aristóteles, lo que ha permitido que no queden en el olvido los hechos más trascendentales de la humanidad. Para unos, es imprescindible; para otros, algo más; pero en general, a todos les implica y les abre las puertas al mundo.
En todas las latitudes se implementan maneras de llamar la atención a favor de mejores competencias para la gestión de la información, por lo que se multiplican las opciones para “agasajar” al libro, desde su representación del tesoro que encierra. Y recuerdo con beneplácito, aunque hace ya más de una década que culminé mi duodécimo grado, la reiterada exhortación de la gran maestra Elizabeth Pérez, cuando en cada aula del Instituto Preuniversitario Vocacional de Ciencias Exactas IPVCE de Pinar del Río, no se cansaba de insistir en que, “ser un buen lector nos convierte en protagonistas de todos los tiempos”.
Estoy muy de acuerdo con mi maestra, creo que tenemos un reto inconmensurable: hacer que no muera el interés por la lectura, las ganas de ir de la mano de personajes principales y los no tanto y ayudarles a resolver sus dudas, conflictos y miedos, que pueden ser en ocasiones idénticos a los nuestros. Es preciso que no quede como un atuendo del pasado, el sentir la necesidad de tener nuestra propia biblioteca y hacerla crecer con nuevos títulos, mientras que –como buenos lectores– crecemos en conocimientos y sentires.
Le corresponde a la familia, a la escuela, a la comunidad, a las políticas públicas y a cada quien en particular revitalizar la motivación por la lectura, en beneficio del desarrollo de la personalidad y de los procesos de aprendizaje de todo tipo, que nos exige ser eficientes en atribución y producción de significados textuales que son inherentes al proceso lector.
Es cierto que hoy las redes sociales le ganan la competencia al libro, que su vuelo es indiscutiblemente más alto y su alcance parece mayor, pero no por ello podemos quedarnos de brazos cruzados. Nos toca, desde los roles que desempeñamos, buscar las alternativas para “enamorar” y volver a apasionar a los posibles lectores por el libro que sabe reposar como amigo incondicional, en la mesa de noche cercana a nuestra mente y corazón.
Sembremos en nuestros hijos, amigos y conocidos la curiosidad por explicar ¿por qué si la tierra es redonda los autos no se caen?, una pregunta aparentemente inocente de mi sobrinito de solo seis años; así sentirían la necesidad de leer a Einstein y por qué no, a lo mejor hasta de resignificar las aventuras de Julio Verne.
Sin apasionamientos utópicos creo que necesitamos una sociedad mejor y ello -sin dudas- exige de personas amantes de la lectura y capaces de comprender que la verdad no es absoluta y que tiene raíces, a veces más lejanas en el tiempo de lo que podemos imaginar y que para encontrarlas hay que afiliarse a la lectura como una de las vías más idóneas para dar respuesta a los sin números de los porqué que no saben acallarse, aun cuando ya dejamos de ser niños.
Regalemos libros a nuestros hijos, hagamos que crean en la magia que se esconde detrás de las letras, ayudémosles a ver en el libro un encanto natural que, desde lo que me heredó mi madre, es más cautivadora que los aparatos electrónicos. ¡Premiemos el amor a la lectura con ejemplos de lectura cotidiana!