Desde los primeros casos de coronavirus conocidos venimos escuchando a modo de himno las mismas palabras. Incluso, en los primeros meses de desconocimiento total por parte de científicos y ciudadanos comunes, mucho antes de las investigaciones, los ensayos, los descubrimientos y las posibles soluciones a largo plazo, las recomendaciones siempre fueron las mismas.
Al día de hoy, las medidas para evitar los contagios por coronavirus se repiten hasta el cansancio en todos los espacios posibles: el lavado constante de manos, el distanciamiento físico, el uso de soluciones hidroalcohólicas o de hipoclorito de sodio, pasos podálicos… en fin. Las mismas orientaciones por parte de los departamentos de Salud y Sanidad del mundo.
Las mismas orientaciones y medidas a las que hacemos caso omiso o sencillamente las decidimos obviar porque Fulanito no la pasó tan mal o Ciclanito solo tuvo catarro y tos.
No es menos cierto que hay quienes contraen la enfermedad y pasan el periodo de incubación y hasta la convalecencia, desapercibidos ante el seno familiar y el médico del consultorio, y para sorpresa de los mismos ante las pesquisas orientadas en las comunidades… ¡pum! positivos. Sí, son los asintomáticos.
Por supuesto, esta sintomatología nula para algunos no es la regularidad de los casos. Si bien es cierto que existe un porcentaje considerable que contrae la enfermedad y la rebasa al ritmo del tema musical Carnaval, también lo es que muchos se complican en los centros de aislamiento, los hospitales e incluso, fallecen de forma repentina.
Aún ante esto último, todavía varias personas continúan menospreciando al virus y prefieren jugar a la suerte en las calles a riesgo de zambullirse en tal nefasta lotería sintomatológica.
Como explicaba anteriormente, las medidas para evitar contagiarse ya las recita hasta mi gata, pero falta la otra parte… la parte que no cuentan de la COVID-19: la cara oculta de la enfermedad.
Y es que todo en la vida a usted querido lector le marcha bien, a la medida de lo posible en este complejo escenario económico del momento, y de pronto estornuda, tose o amanece con fiebre. Mala señal.
Es cuando se pregunta y se autocuestiona si lo contrajo o no y dónde pudo ser. Tales preguntas le carcomen el cerebro durante días hasta el punto del cansancio; mientras la fiebre que tampoco cesa durante esas mismas jornadas de autoinquisición ya hace mella.
La segunda pregunta será si habrá usted podido contagiar a los suyos, porque sí, que no le quepa duda de que ya está enfermo. Comienza entonces una etapa de desasosiego.
Todo eso se digiere mientras la tos continua deja a sus pulmones sin aire, y poco puede hablar, pues el esfuerzo de esos órganos por repeler al virus lo deja exhausto.
Aparecen las fatigas y dolores musculares y articulares. Los dolores de cabeza cada vez son menos, pero la fiebre puede continuar hasta una semana.
Quizás experimente cefaleas o descomposición estomacal, irritación en los ojos, dolores de garganta o rash en la piel. Y con el devenir de los primeros días puede llegar a perder el olfato o el gusto (generalmente ambos, los que con suerte recuperará en los 15 días subsiguientes o podrán ausentarse algunos meses).
Durante la segunda etapa –la inflamatoria– como su nombre lo indica, muchos órganos del cuerpo se inflaman, incluido el estómago e, irónicamente, este no tolerará casi comida alguna, y a sabiendas de que debe alimentarse e hidratarse el enfermo no querrá, porque además todavía está sin olfato y paladar.
Lo anterior sucede mientras escucha cuentos de que se murió un vecino de la otra cuadra o un amigo con el que conversó a principios de su convalecencia.
Ahora las conferencias del doctor Francisco Durán lo asustan. Y el pánico por empeorar tras esas historias de muertes e ingresos hospitalarios le viene por momentos. Su psiquis le juega muy malas pasadas que terminan en rachas de falta de aire inducidas por el propio estrés.
Ahora bien, gracias a la medicina, los medicamentos y a sus anticuerpos evolucionó usted favorablemente. Pero no crea que eso es todo y que ya está fuera de peligro: la COVID-19 es traicionera y como mismo “salió del bache” puede involucionar. Incluso, la comunidad científica habla de cuidados hasta el día 28 de haber contraído la enfermedad. Hoy está usted en su día 15.
Ya es negativo al test rápido y al PCR. Pero nota que las fatigas musculares persisten y que tras haber caminado solo par de cuadras suele parecerle una maratón. Es normal.
La tos permanece todavía y por ello se suman dolores en la parte superior y baja de la espalda durante las noches que no le permiten conciliar el sueño. Inicia con esos síntomas la etapa de las secuelas. Todo es normal y pasarán a su debido tiempo, pues cada organismo sana a ritmos diferentes.
Por si se lo pregunta, sí. Las líneas anteriores son basadas en carne propia. Tras infectarse toda la familia del escriba, de seis personas solo dos tuvieron síntomas leves. El resto, todo lo descrito.
Ahora nuestros síntomas físicos casi desaparecen, pero quedan los psicológicos y el miedo de volver a enfermar.
Contraer la COVID-19 no es moda ni resulta una experiencia agradable. Es cierto, quizás los más reacios respondan a estas líneas con un “Nah, eso no da tan duro”. ¿Pero, realmente está usted dispuesto a averiguarlo?