Fue el fuego una conquista de nuestros ancestros que los condujo hacia la evolución. Con él cocinamos alimentos, nos resguardamos del frío, transformamos materiales… pero su fuerza también nos consume y devora, no en sentido metafórico, sino literal, y hemos sido testigo de ello en los últimos días.
La chispa la propició natura, un rayo; el resto es historia sabida, llamas que se propagan, estructuras que colapsan, humo que se extiende a kilómetros de distancias; hombres que se empeñaban en domeñarlo perdidos entre sus fauces, dolor, solidaridad, incertidumbre, valentía, miedo; sentimientos entremezclados con los que nos colmó esa inacabable hoguera que flameaba desde Matanzas.
Y Cuba, una vez más sobrecogida de dolor, se fundió en un solo cuerpo, la nación hermanada por la congoja, dentro y fuera de fronteras. No faltaron los que en medio de la tragedia quisieron avivar otros incendios, para esos irrespetuosos, la indiferencia.
Me quedo con los dueños de casas de renta que ofrecieron sus habitaciones sin costo alguno; los choferes cuyos autos estuvieron al servicio de quienes lo necesitaran y exentos de pago; los trabajadores no estatales que llevaron comida a los bomberos; los pobladores que se acercaron para compartir un café; quienes donaron sangre…
Con los artistas que fueron a mitigar las penas y preocupaciones de los evacuados, los profesores y estudiantes universitarios que interrumpieron sus vacaciones para cuidarlos, los trabajadores de la Salud que acudieron sin esperar llamado alguno, y todos los que expresaron su disposición desde los más remotos rincones de esta isla para sustituir a cualquiera de los antes mencionados y hacer honor a la máxima martiana que mejor que ser príncipe ser útil.
En fin, me quedo con cada gesto humanitario, aunque solo fuera un pensamiento positivo y todo eso lo preservo arrebujado con la entereza de nuestros bomberos y rescatistas, en un año en que han tenido mucho protagonismo, ni ellos ni nosotros lo deseamos, pero tras sus cascos y gruesas chaquetas hay una simiente de esperanza que nos ilumina.
Apresado entre los dedos retengo el recuerdo de quienes no volvieron a casa, que cada risa sea un aliciente para sus seres amados que llorarán en días festivos, ahora mancillados por ausencias; quisiera que la memoria les devolviera la vida y que, invocando a Hestia, Vulcano, Yandi, Svarog, Hefestos, nombres que reciben deidades del fuego en diversas religiones, revirtieran su muerte.
Me quedo con el ansia colectiva de un milagro, con las oraciones y plegarias que se elevaron sin importar la fe que las inspiró; con el último beso, abrazo y palabra que sea de amor.
No puedo liberar las lágrimas, porque ellas son expresión de la dimensión humana que nos hace conmover ante el infortunio de un semejante, no son la evidencia húmeda de alguna flaqueza, al contrario, son prueba de sensibilidad y esa pasión alimenta el coraje.
Me quedo con el dolor de las madres sin hijos, de las viudas, de los huérfanos, de los que, sabiéndose a salvo, penan por los que quedaron retenidos entre las llamas.
Con cada historia contada por mis colegas, también expuestos a no pocos peligros; con el niño que espera encontrar su perro cuando regrese al hogar abandonado para preservar la vida. Me aferro a la solidaridad y renuncio a que ese fuego quemase mis esperanzas.
Me quedo con los errores, porque quiero que sean irrepetibles; también con los rescoldos, la ceniza, para sacar fuerzas que me lleven a la resurrección.