Es incuestionable que se han escrito páginas de altruismo y entrega en el enfrentamiento a la COVID-19, como también es harto evidente que algunos hacen de la adversidad el abono para su cosecha.
Al amparo de la escasez dan rienda suelta a la mezquindad, y aunque para muchos se trata solo del tener y “escapar” a expensas de otros, lo cierto es que la diferencia va mucho más allá de billeteras flacas o gordas para centrarse en lo que no se ve, pero llevamos: la espiritualidad.
Los principios y actitudes que nos definen como seres humanos son raseros sobre los cuales valorar y catalogar las conductas de un individuo, familia y sociedad. Las maneras en que se enfrentan los periodos de crisis también establecen, a la larga, la verdadera naturaleza de quiénes somos y es que como dijera Martí “La pobreza pasa; la deshonra queda”.
¿Qué se entiende por deshonra en una sociedad donde se usan eufemismos para designar a corruptos, ladrones, estafadores? Si alguien entra a una casa y roba, es un delincuente; si esa misma persona se lleva algo de su centro de trabajo, es un luchador; ¿no es acaso el mismo hecho?
Eso es solo un ejemplo para ilustrar la ambigüedad de los juicios que tácitamente se aceptan en la cotidianidad; los equívocos de tales prismas se magnifican desde otros ángulos, egoístas y prejuiciados, que caen en la indolencia llevados por el afán del yo primero.
Son seres para quienes su derecho es lo único que importa y no piensan ni por un instante en el ajeno; lamentablemente suelen olvidar el cumplimiento de los deberes, autoproclamados como merecedores de todo.
Como entes sociales hemos de buscar la armonía, desarrollar las capacidades que nos hacen útiles a los demás, dar espacio a la solidaridad, generosidad y empatía, aportar al desarrollo de la comunidad y sin renunciar a las individualidades, respetar que el otro tenga iguales posibilidades.
Que alguien guste de escuchar música no es pretexto para amplificarla desde el portal o balcón y que el vecino no pueda ver televisión en la suya o precise comunicarse a gritos.
Insatisfacciones en mayor o menor grado posee cada uno de nosotros, ya sean en el orden material o espiritual; encontrar la complacencia de ellas al costo de incrementar las de los demás, cuando menos, es desconsiderado.
Es tiempo de que hablemos de los deberes y los asumamos como responsabilidad ciudadana. Dice un refrán que la vida de los otros nos parece fácil porque no la vivimos, pero cada quien toma las decisiones que conforman su existencia.
Los especialistas hablan de la fatiga de la pandemia y sí estamos cansados de estar en casa, pero no será mirando hacia el error de quienes nos rodean que solucionemos los problemas: se necesitan más personas que hagan lo correcto y menos pendientes de cuestionar cualquier disposición.
No son momentos para caprichos, que ya muchos han costado muy caros: la culpa no ha de ir al piso sino sobre los hombros de quien yerra, máxime cuando media la negligencia o la ineptitud. Ya pasó el instante oportuno para el regaño, porque quien no entendió a esta altura no lo va a hacer.
Y es válido para cualquier ámbito: el que circula sin mascarilla, el que acapara, el que coloca trabas, el que viola protocolos, el que demora soluciones, el que incumple sus funciones, el que abusa de sus facultades… en fin, que de diversos modos se entorpece el camino hacia el control de la epidemia.
El riesgo está presente, aunque los números de la provincia sean halagüeños. Aquellos que los ignoran exponiéndose (nos) al contagio restringen mi derecho y el suyo a protegernos; lo penoso es que ni siquiera parecen notar que el incumplimiento de su deber va en detrimento propio.
La historia de la humanidad tendrá capítulos dedicados al impacto del virus SARS- Cov-2. Cada quien ha de decidir si le contabilizarán en el bando de los que lucharon para contenerlo o entre aquellos que lo hicieron más difícil, y ser de los últimos es una deshonra.