Maestro es una palabra grande, y aunque a muchos se les llame así, no todos lo llegan a ser. Para ganarse este galardón, no solo basta con enseñar que dos más dos son cuatro, o cuáles son las vocales o sustantivos.
Sencillamente un maestro tiene que, más que enseñar contenidos que vienen en un manual o libro de texto, trabajar y horadar en los sentimientos de los niños y jóvenes.
Nadie de malos pensamientos, que discrimine o enseñe a dividir, puede obtener el alto calificativo, porque si algo no podemos olvidar, y hace solo unos días me lo recordó mi profesora de Matemáticas en el preuniversitario, Sandra Madan, es que el maestro es el encargado de formar a los futuros ciudadanos que aportarán y serán útiles a la sociedad con sus profesiones y oficios.
A veces no se reconoce todo lo necesario a quienes están frente a un aula, a quienes dedican su vida por 40 y 50 años a enseñar y a educar, a aquellos que se jubilan y vuelven a empezar. Es muy común que pensemos que su labor es normal, sin embargo, de ellos depende que la sociedad esté repleta de hombres de bien o de mal.
En esta última afirmación, no crean que los responsabilizó de la enorme parte que le toca a la familia, a la comunidad y al Estado, no, solo quiero enaltecer lo que cada día los educadores de todos los niveles de enseñanza tienen en sus manos.
Un aula, del nivel de enseñanza que sea, está compuesta por niños o jóvenes de disímiles núcleos familiares. Los vas a encontrar tímidos, agresivos, alegres, deprimidos, maltratados, felices, egoístas, seguros… y con cada uno hay que trabajar, y sacar lo mejor de ellos en lo individual y colectivo. Con esto les digo que no solo basta con enseñar y dar unas clases de MB.
Al final, los alumnos recuerdan más a aquellos maestros que definieron sus destinos, a los que los enseñaron a estudiar y a esforzarse, pero que también supieron darles lecciones de vida y les cambiaron la ruta de algo malo que les perturbaba.
El maestro, el de verdad, es como el termómetro que mide la calidad social, llega a conocer no solo a sus alumnos, sino el hogar y el contexto en el que se mueve, y créanlo, puede influenciar más en el entorno que cualquiera.
Los hay que caminan grandes distancias para llegar a sus centros, algunos hasta trabajan en zonas rurales con niños de campo. Ahora me viene a la mente Alberto, un señor pedagogo que posee un tremendo historial, y que hace unos años entrevistamos en una escuelita de San Juan y Martínez.
Otros se dedicaron al oficio desde la Educación Especial ¡Y hay tanto amor en sus días! Así conocimos a Felicita, aquella señora que con aguja e hilos, y con sus objetos de cocina los enseña y prepara para la vida.
Son ejemplos que le llegan a uno al alma, sin querer recordar a algún que otro que no merezca el calificativo, que sea capaz de regañar con groserías, de discriminar a un niño por la calidad del regalo el día del maestro o por la posición social de sus padres, a esos no van dedicadas estas líneas.
Por eso es digno reconocer a quienes se pasan los días trabajando y las noches calificando exámenes, en la revisión de libretas, o en el estudio profundo de temas para impartirlos a sus exigentes alumnos que, incluso, a veces son talentos y quieren saber más.
Uno de los temores de un maestro es que le hagan una pregunta en el aula y no saberla, por eso el que es bueno se esfuerza al máximo, no porque tengan que saberlo todo, pero trata, y eso cuesta noches de insomnio, y por supuesto, lleva a acumular experiencias.
Lo cierto es que hay padres que no quieren bajo ningún concepto que sus hijos se dediquen al magisterio, y por eso hay lugares en que las carreras pedagógicas son ocupadas por los estudiantes de menor promedio, y esto ni es justo ni es inteligente.
Pienso que hay que idear estrategias y dignificar la profesión mucho más, desde todos los puntos de vista, aún estamos a tiempo. En una sociedad que se respete y que pretenda formar hombres honestos y útiles, con profesiones y oficios, el maestro tiene que ser una lumbrera, alguien notable e importante, no solo de palabras, sino también de hechos.