Hay personas comunes en apariencias que para un ojo visor no lo son. Hay gente que, si te detienes a fijarte en ellos, desde el propio instante en que comienzas a seguirles al dedillo la rutina, te llevan al cabo del tiempo a avivar tu interés por sacarlos del anonimato; por ofrecerle a los coterráneos distinta perspectiva acerca de la hasta ahora aceptada realidad. Adelanto que tales vendrían a ser los casos de los dos palmeros que hoy presentamos al público, personajes reales de cuya ausencia en las calles del poblado se darían cuenta todos en un santiamén.
I
A la vuelta de la esquina
“El pollo… pollo… pollito”,oigo el vozarrón a escasos metros de mí, al doblar. Aprovechando que hoy aún estoy a tiempo, sin pensarlo pongo marcha atrás. Es ya, cómo diríamos, un reflejo condicionado; mi reacción habitual cuando percibo de algún modo que voy al encuentro de Vladimir Roca Lemus, uno de esos personajes que tienen garantizado para siempre el resguardo en la memoria popular. ¿Motivo? Me causa un embarazo de ampanga el sentirme yo centro de atención; y eso, créanme, ocurre en cuanto el protagonista de marras empina el megáfono con cara de niño travieso y hace que, cual nubes de polvo en cuaresma, mi nombre y profesión recorran acera y periferia del impróvido choque aderezados por lisonjas que no creo merecer.
Lo cierto es que La Palma puede considerarse, por él, un pueblo afortunado. La propaganda de barrio que realiza el Vladi funciona como espacio rodante de facilitación social. Habría que ver los viajes en balde que se ahorra la gente; habría también que ajustar con sabia puntería el fiel de la balanza entre los pros y contras que generan su indiscreto paso por las principales calles del poblado, y por los sinuosos callejones, y por las lomas que lo circundan en cualquier dirección. Porque, lo saben bien quienes viven cada jornada al tanto de sus andanzas, lo que le da la categoría de encomiable a la eterna peregrinación de tan sui generis andarín-informador, es la disposición y el ánimo con que enfrenta la tarea que, por innata vocación, se ha impuesto como aporte social, sobre todo a partir de la Covid-19; tal vez para él remedio a mano frente a las martirizantes consecuencias de la terrible enfermedad.
Pero, yendo a otras dimensiones menos visibles al ojo común, tendríamos que agradecerle a Vladimir no solo el estar al día sobre la venta de productos comestibles en los diversos establecimientos; o el arribo y el orden planificado a la hora de distribuir los medicamentos; o algún tipo de actividad cultural o deportiva que vaya a tener lugar. Él dice ser, y entiendo que hasta donde le resulta posible lo consigue, catalizador de la voz del pueblo; y es, asimismo, aunque parezca desmedido de mi parte, un formador de conciencia. Por ello, creo, son perfectamente perdonables esos ingenuos deslices que, en medio de la euforia que le provoca la consumación de sus afanes, comete este tenaz y voluntarioso comunicador social. Empírico él de formación, viene siendo deber nuestro, de aquellos que en algún momento sí fuimos entrenados en las artes del oficio, brindarle el consejo oportuno; ayudarle a pulir esas admirables cualidades de las que fuere dotado, o que fuese adquiriendo por su cuenta en medio del proceso de aprendizaje que le ha tocado vivir.
II
En la calle contigua
No sabría precisar el recuerdo más antiguo que conservo sobre él, a pesar de que hayamos nacido en el mismo barrio. Quizás suceda que Vladimir Hernández Rodríguez, el otro actor protagónico de esta historia de vidas, viniese al mundo en aquellos años en que yo me hacía adulto aprendiendo sobre Periodismo en el oriente del país. Tampoco me queda claro en qué momento apareció frente a mí la imagen que lo identificaría de inmediato, de ser inquiridos, entre los miles de palmeros que valoran su existencia como parte esencial del paisaje urbano: uniforme y gorra verde-olivo y una enorme valija de vinilo negro que lleva a modo de jolongo. Para serles más exacto, ni siquiera conozco su edad.
Presumo que para el Vladi todos los días deben de ser iguales, sin importarle para nada que canten o bailen a su alrededor; ni siquiera que anuncien, en las atestadas esquinas, que esta vez el mundo sí se va a acabar. Como si fuera el estreno, cada amanecer se enrumba calle abajo con el avituallamiento de rutina, pasa frente a mi casa natal; y de ahí en adelante, hasta que sus ojos glaucos descubran que la noche se insinúa al final del horizonte, me lo puedo hallar recogiendo latas de aluminio en cualquier inusitado rincón. Es lo que más admiro de él: su perseverancia a prueba de mal tiempo; su tozudez para llevar el plato a la mesa sin esperar por las calendas griegas; así, por cuenta propia, en franco y laudable desafío a su archiconocida discapacidad mental.
No solo se trata de mí. Sé de muchos que sienten igual. Incluso, no es raro que gente buena, como Aracelys en su turno de trabajo, le reserven las laticas con celo benefactor; en el caso de ella, procurando de todas-todas cómo ponerlo sobre aviso en cuanto se marchan, felices por las barrigas llenas o radiantes en su contentura etílica, los clientes de ocasión en la pizzería-paladar. Por supuesto que, en el bando contrario, tal vez incapaces de procurarse en ese instante pulcra y sana diversión, hay quienes intentan hacer su día haciendo trinar de rabia a Vladimir. Y, lo que es peor: logran su propósito con lastimosa frecuencia. A ellos, el reclamo de que hagan acopio de sensibilidad. Tendrían que haberlo visto abrazado al poste y llorando con desconsuelo el día no muy lejano en que el padre murió.
I + II
A todas horas… En cualquier lugar
Puede que personajes tipos abunden en las calles de infinitos pueblos en Cuba. Y allende los mares. Pero los que les he dejado conocer en esta crónica no son gente sin historia. Lo que hace singular a los dos Vladi es la impronta que van dejando en su minuto a minuto, ese poder para interactuar como sujetos activos y cuasi indispensables en la sociedad: ya sea al transformarse en ente comunicador por excelencia; ya sea al solventar su vida por medios autóctonos mientras contribuye de forma tangible a la preservación del ambiente. Si mañana mismo se los tropieza, cédales el paso con gallardía; siéntase orgulloso de que, por obra y gracia de eso que llaman el destino, ambos anden hoy ocupados en abonar con buenas acciones la tierra hermosa que también pisa usted.
El valor de la humildad es la expresión más noble del hombre . Excelente publicación .
Juan, me ha gustado mucho tu atículo y sobre todo porque conozco a los dos protagonistas, gente buena de mi pueblo, La Palma. Gracias a tí. Abrazo.