A la hora del juicio, Fidel invoca al Apóstol, Martí se mueve por la sala como un ángel con espada de fuego y hasta los enemigos sienten el raro orgullo de ser cubanos. El martillazo no lo da el juez, sino aquellas poderosas palabras: «¡Condenadme, no importa, la historia me absolverá!»
Por las venas de una ciudad salen los jóvenes martianos. Al caer la noche, las luces de los autos se tragan la carretera; de vez en cuando, una parada para respirar el aire de algún pueblo. Ahora no se trata de ser o no ser, sino, de dónde sería la cosa; la pregunta los persigue como un tábano de ciudad en ciudad. Algunos vienen con zapatos de dos tonos, el único pantalón de salir, la guayabera blanca; atrás, dejan a la familia, una brevísima nota de hasta pronto, o un adiós colgado de la ventana como la luz titilante de una vela.
Ya el viaje atraviesa las tierras orientales; al fin, Santiago, los carnavales, la Granjita Siboney. En medio de una fiesta, otra vez la posibilidad del sacrificio por la felicidad de todos.
En una pequeñísima sala, los valientes, más grandes que sus fusiles, se ven todos juntos por primera vez las caras. Sin tiempo para dormir, dos mujeres dan palmaditas en los hombros, y reparten los uniformes. Después las palabras de Fidel y el himno de Perucho.
Es domingo, 26 de julio de 1953, Día de la Santa Ana, y se destapa el drama de una historia: el asalto, la dispersión, la sangre de compañeros por calles que no han dormido. Unos tras las montañas, otros en el patio de un matorral desconocido, otros desafiando las barreras de guardias en la entrada de cada ciudad, disimulan el olor a pólvora que les sale por los poros. Tal vez sienten miedo, es que no son Aquiles, el héroe legendario, con un solo agujero mortal en el talón, sino Héctor en las puertas de Troya, y duele morirse con la vida tan niña en los pulmones, y dejar una canción sin nombre en las manos de la novia o en los sueños de una madre.
Pero vencen el miedo y el odio de los chacales. Fidel preso, erguido, mira a los que sobreviven y guarda, donde nadie lo vea, el dolor por los que faltan: los ojos de Abel, los espejuelos, los heridos asesinados, el cuerpo mutilado de Boris Luis, el poeta Raúl Gómez García que ya no está y sigue vivo más allá del verso, del humo y la metralla.
A la hora del juicio, Fidel invoca al Apóstol, Martí se mueve por la sala como un ángel con espada de fuego y hasta los enemigos sienten el raro orgullo de ser cubanos. Una lengua, como un látigo en el rostro del General, recorre la sala, pasa por las páginas que han robado a la dignidad humana, y reclama: tierra para los realengos, salud para los enfermos, escuela para los niños, casa limpia para ciudadanos tan mortales como el árbol, libertad para el derecho al esencial culto de amar unos pies descalzos. El martillazo no lo da el juez, sino aquellas poderosas palabras: «¡Condenadme, no importa, la historia me absolverá!».