Vivimos en un país tropical y acostumbramos a vestir cómodamente, sobre todo cuando llega el verano y el calor obliga a desprendernos de atuendos innecesarios.
Pero que hagamos de estilos vacacionales una rutina en nuestro quehacer diario para acudir a todos los lugares por igual, incluso al trabajo y a la escuela, no es una simple “violación” de la llamada etiqueta social, sino que contamina las normas cívicas y el respeto que ameritan algunos lugares.
Por supuesto, hay de todo en la viña del señor, porque resulta inaudito que a un anciano con un problema físico motor, después de esperar un mes para realizar un trámite, se le niegue la posibilidad solo por llevar pantalones cortos; o que alguien tenga un terrible dolor de muelas y no lo atiendan en el dentista porque va en shorts y camiseta.
Son acciones que más allá de ser extremismos son muestras de insensibilidad y falta de humanidad en quien debe, ante todo, mostrar empatía con el cliente, pues a pesar de que existan disposiciones específicas para ciertos establecimientos, ser flexible en determinadas situaciones no tiene por qué influir en la eficiencia o la calidad del servicio.
Son estos ejemplos de casos excepcionales que apelan más que todo al entendimiento y el sentido común, pero como es de suponer, ambos extremos son malos, y hay quienes no tienen noción alguna de lo que significa urbanidad, civilidad y apego a las normas de vivir en sociedad.
Claro, diría usted que tal vez sea una pérdida de tiempo abordar temas como estos, cuando existen problemas más acuciantes en la Cuba de hoy que incluso laceran actitudes y comportamientos.
Sin embargo, olvidamos que, como ciudadanos, hay ciertos cánones que no resultan prejuicios ni nada parecido, sino que van en contra de lo que representan algunos lugares como una consulta en un hospital, un trámite legal en un bufete, un centro educativo.
Existen parámetros de civilidad que no solo ayudan al ordenamiento de la sociedad, sino que sientan bases para que se formen generaciones de bien. Y si hablamos del ámbito escolar, el uso correcto del uniforme es, diríamos, el principal escalón para ascender en esos parámetros.
Es cierto que muchas veces tenemos dificultades para acceder a varias camisas o blusas, o que es difícil, con la escasez y los precios actuales de los productos de aseo y limpieza, lavar ropa blanca cada dos o tres días, pero garantizar que nuestros hijos cumplan con el reglamento escolar es muestra de disciplina, de respeto.
En la escuela es donde comienza a consolidarse la personalidad del niño y aunque el uso correcto del uniforme pueda parecer un formalismo, desde ahí también se inculcan valores como la responsabilidad y el amor propio.
No podemos permitir que la complejidad del contexto económico que vivimos y las preocupaciones diarias para garantizar el sustento familiar nos hagan obviar temas como estos o simplemente verlos como nimiedades, “cosas de viejos” o boberías.
Ni siquiera en los peores momentos de crisis deben olvidarse los aspectos esenciales que nos distinguen como seres humanos. Los tiempos difíciles no pueden ser justificación para que olvidemos, sin rayar los extremos, que existen normas cívicas y de urbanidad que impiden que las sociedades se deformen.
Y sólo abordamos aquí algo tan simple como el vestir adecuadamente según la ocasión o el lugar, aunque resulte, quizás, banal, pero de actitudes y comportamientos se podría llenar un libro si se quiere, y eso es más preocupante aún.
Ni prejuicios ni estigmas existen en las reglas que pone un establecimiento, siempre y cuando su condición lo amerite, pero aplicarlas linealmente y sin cuadraturas también habla de valores éticos y cívicos, y en ese “saco” entramos todos.