Decía más o menos así: “Amigo de qué, amigo es el ratón del queso”. Fue solo un fragmento de lo que pude entender de aquella joyita que resonaba en las redes hace unos días.
Pero la letra no era ni siquiera tan “exquisita” como la de otras malas representaciones del reparto en Cuba; lo que verdaderamente levantó ronchas fueron las imágenes.
Enseguida empezó a replicarse la polémica en los sitios de siempre, y uno a uno se amontonaron los comentarios sobre “adónde va a parar la sociedad cubana”. Y a pesar de esos malintencionados que todo lo mezclan con política e intentan hacer daño, era innegable sentir vergüenza ajena.
Que para algunos sea solo un videoclip, con utilería y nada más, me parece bastante hipócrita, y lo peor no es que sea un producto de muy mala factura y terrible gusto estético, sino que tenga a un grupo de niños como primeros espectadores.
El último video de El Joker, con pistolas, al parecer de juguete, y un ambiente muy similar a las maras salvadoreñas, no es más que un ejemplo de los patrones actuales que nuestras generaciones más jóvenes consumen gratis, y que a veces, de manera inconsciente, incorporan a su modo de actuar y de manifestarse en todos los aspectos de la vida.
¿Es eso lo que le vendemos al mundo como arte? ¿Es esa actitud la que, como padres, esperamos de nuestros hijos? ¿Somos acaso conscientes de la decadencia de nuestra propia idiosincrasia?
Luego nos preguntamos de dónde sale tanta violencia, tanto maltrato, tanto feminicidio. Luego deseamos que nuestros hijos construyan un mejor futuro, que sean exitosos en la vida y alcancen todas sus metas. ¿Será ese el camino correcto?
No tengo nada en contra de ese género musical. El tema no es más que un pretexto de quien suscribe estas líneas para detenernos un segundo y recordar cuánto han cambiado los modelos a seguir en nuestra sociedad. Y si no me cree, pregúntele a un niño lo que quiere ser de grande y se sorprenderá con su respuesta.
Tal vez hasta haya alguno que sueñe con ser mipymero, pero atrás quedaron aquellas figuras que veían como inmensos pilares de respeto, heroísmo, valentía, consagración…
Recuerdo que hace 30 años, cualquier pequeño, al ver a un “caballito”, lo primero que decía era: “Policía, policía, ¿quiere ser mi amigo? Hoy en el barrio, cuando logran desprenderse de los teléfonos y salen a jugar al parque, todos quieren ser el ladrón y nadie el policía.
Pero lo mismo pasa con el sueño de ser maestros: muchas veces es la opción que un adolescente plasma en una boleta para no quedarse sin carrera.
¿Cuándo es que un niño deja de soñar con ser policía o maestro? ¿Quién realmente le guía para que escoja algo, aparentemente, mejor para su vida? ¿Hasta dónde somos permisibles con lo que consumen diariamente en la televisión o internet? ¿Estamos al tanto de lo que hacen, con quién se relacionan?
Poco a poco, al mismo ritmo con que se agudizan las carencias y se encoge la economía, nos alejamos de aquello en lo que creíamos con fervor, y se van deconstruyendo aquellos modelos que servían para hacer crecer una sociedad con valores.
Dejan de ser esos valores tan importantes como una vez los consideramos. Se suplantan por patrones emergentes, nocivos, que se enquistan en la mente y solo permiten ver el éxito donde más fácil y rápido se facture.
El fenómeno no se limita solo a la música o a los productos audiovisuales, sino que transversaliza la realidad cubana desde muchas aristas, entre ellas, la migración y el nuevo modelo económico.
Todo se concatena y tiene el mayor impacto en las familias. Entonces se normalizan los nuevos comportamientos y se transforman aquellos pilares que, una vez, tuvimos la certeza de que sostenían los sueños, la dignidad y el futuro.