A ratos toma el pincel; la obra se hace por sí misma. Una entidad le susurra “pinta Humberto, pinta…”y no puede más que atenderla y dejarse llevar. El Negro es fiel a sus raíces. Hijo de Changó y Yemayá. El bravo rey de la tierra de Oyó, dueño del rayo y, la reina del mar lo han bendecido. Su pintura es profundamente religiosa y cubana. Su lenguaje es loa simbólica a los ancestros africanos, a las historias narradas por sus abuelos de un África perdida y una Cuba ganada, que le persiguen desde pequeño.
Dentro de la historia del arte el paisaje es una línea que suma siglos. El hombre expresó su curiosidad por el estado natural, en la medida en que se declaró centro y conocedor del mundo. Pero la antigua genealogía del género no indica su declive en los tiempos que trascurren, caracterizados por la multidisciplinariedad y las nuevas tecnologías aplicadas al arte.
La obra de Humberto Hernández (El Negro) da fe de lo anterior. Aboga por el paisaje con un sello personal fresco. Sus cuadros son drama, catástrofe, desamparo. Imagen del instante exacto antes del estallido torrencial. Bohíos y ceibas, símbolos de cubanía que soportan la embestida telúrica. Prescinde de la figura humana o animal, no la necesita: es la lucha de la naturaleza contra la naturaleza misma, batalla pujante de elementos.
Humberto es, sin cuestionamientos, un artista de su pueblo: pinareño a toda prueba. Cómo si no se explica el interés por los paisajes tormentosos, si todo el que habita este pedazo de Occidente reconoce la angustia y la incertidumbre que transportan los vientos huracanados. Sus paisajes reflejan esa desazón. El cielo amenaza indeleble con quebrarse, como la apertura a una sinfonía del caos y la soledad. Un bohío inerme resiste las arremetidas de la naturaleza, que se aferra a la tierra como una cultura aferrada a la vida que sobrevivió primero, un largo viaje a través del océano, y luego, estrategias deculturativas. El bohío resiste, la cultura legada también.
La ceiba es el árbol sagrado de las religiones afrocubanas, Iroko, el punto de reunión de los espíritus más ilustres —los moana mutámba— nuestros antepasados africanos y criollos. A la ceiba se le pide, se le da de comer y ante ella se llama a los muertos. Protege y da fuerza a quien está bajo su sombra; y en los lienzos de El Negro, no por azar, se erige por sobre los bohíos y anega sus profundas raíces en el suelo.
Tres elementos: agua, tierra y viento, manejados con un sentido heracliteano, que enarbola el movimiento como la esencia del cambio. Aun cuando en su obra el elemento natural por antonomasia es el agua, que (re)aparece de manera explícita o insinuada en las composiciones. En ocasiones, por ejemplo la lluvia, es solo una sugestión, así como lo es también el rayo. Changó desata su furia sobre el lienzo, Yemayá lo secunda desde el agua. Mar y cielo se funden con violencia mientras intimidan a la tierra con devorársela.
El creador procura el color de sus santos: el solícito azul, el sensual amarillo ocre, el diligente verde, el inmaculado blanco que solventa con detalles de un rojo, que revitaliza la composición con la travesura de un niño o los envites de un pendenciero. Si bien, en ocasiones, se inclina por la escala de grises con el fin de ataviar la atmósfera con un velo dramático y aciago.
La pincelada expresionista y los empastes de color instituyen su técnica. Humberto pinta con desenvolvimiento y espontaneidad, guiado por la cándida mano de la Emoción. Su intención de figurar texturas, le ofrece al lienzo un aliento tridimensional, que rompe con los convencionalismos de un arte, al que por hechura, le corresponde solo dos dimensiones.
Prefiere los grandes formatos, el colérico paisaje no se suscribe a un formato pequeño; sería forzarlo, limitarlo, prohibirle ser. Dimensiones mayores invitan, inscriben al público dentro de la obra, como situándolo detrás de una gran ventana desde donde se observa, en privilegiada posición, el desencadenamiento del fin. Y el cielo ruge, el viento nos sacude el rostro, y el sabor salado del agua y la humedad se nos adentran.
El artista transfigura su ambiente. Busca, siente, recrea; pero en el acto trasmuta la realidad por otra muy personal, puede que fraguada a partir de experiencias vivenciales.
El Negro es el paisajista de la tempestad y de la perseverancia dentro de la catástrofe. En medio de la “punición divina” también late un atisbo de esperanza ante un bohío y una ceiba inclaudicables. Su obra, respetuoso homenaje a la naturaleza y a los orichas, nos advierte que solo somos criaturas ínfimas a merced de disposiciones mayores.