Se ha vuelto práctica común que achaquemos a la “mala suerte” un conjunto de adversidades que como país nos azotan. En lo personal, aunque creo que hay cierta carga de azar en la vida, me inclino más hacia la causalidad de los hechos y las consecuencias de las acciones.
Unas veces empujados por las circunstancias y otras por la desidia, es frecuente la violación de protocolos y regulaciones; sin desconocer que tras esa osadía han florecido soluciones salvadoras, es preciso mirar hacia el lado en que se generalizan, innecesariamente, como malas prácticas.
Que somos “bárbaros” en eso de prolongar la vida útil de los equipos y “sacarles” el máximo, lo atestiguan nuestras tecnologías envejecidas y obsoletas que se mantienen en funcionamiento, ya sea desde un vehículo o dispositivo, hasta industrias completas.
Cierto es que la renovación para Cuba, de determinados implementos, es más complicada que para el resto, por eso que algunos se empeñan en ignorar, pero es real, y se llama bloqueo económico, comercial y financiero de los Estados Unidos, recrudecido en los últimos tiempos.
También es palpable que hay un conjunto de hechos imputables a errores humanos que seguimos repitiendo, un ejemplo manido y no por ello menos valedero, es con respecto a funcionarios que yerran en una encomienda y se les concede otra, tras un “jaloncito de orejas”, como si eso bastara para dotarlos de la competencia que demostraron carecer.
Por años hemos alimentado una reticencia a la crítica oportuna, profunda y desgarradora que exponga las fallas individuales y colectivas, con el rigor de lo que popularmente definimos como cura de caballo, para que, tras el dolor por la equivocación, vislumbremos la solución.
Nos empeñamos en reiterar métodos fallidos y recurrir a estrategias de dudosa eficacia, como si el cambio o la experimentación fueran peor que el fracaso, con una obstinación impropia del raciocinio humano.
Hemos hecho de la ineficiencia una compañera de viaje, olvidando que es pésima colega que nunca será retaguardia segura y acostumbrados a su presencia ni siquiera vemos a la indolencia sentada en el asiento del copiloto, escogiendo ruta, mientras la responsabilidad queda varada.
Después, cuando los equívocos de decisiones precedentes nos conducen hacia vías cerradas, culpamos a la desventura. Malas no fueron las energías ni el karma, sino las elecciones hechas de forma consciente y sin calcular su alcance.
Las inversiones en el futuro, propio y colectivo, ya sean de recursos financieros, materiales o gnoseológicos han de estar sustentadas sobre predicciones realistas, con basamento científico que nos conduzcan hacia el desarrollo, no al estancamiento ni al retroceso.
Cuba no se ha desplazado de su ubicación geográfica y aunque convivimos con efectos del cambio climático, también tenemos las ventajas del conocimiento de nuestro lado y sabemos que la vida de los hombres no depende de un oráculo inspirado en la conjugación astral.
La sostenibilidad de cualquier actividad ha de tener entre sus prioridades la seguridad, el cumplimiento de cada protocolo que minimice el margen de accidentalidad y que el rigor y la disciplina sean norma y no excepción. Eso solo se logra desde la capacidad de precaver.
Por estos días, se ha recordado el accidente aéreo del vuelo 972, el Instituto de Aeronáutica Civil de Cuba (IACC) emitió una declaración (16/5/2019): “La causa más probable del accidente fueron las acciones de la tripulación y sus errores en los cálculos de peso y equilibrio que llevaron a la pérdida de control del avión y su caída durante la fase de despegue».
No se precisa intencionalidad, solo un exceso de confianza, imprudencia, irresponsabilidad o desconocimiento, entre otras posibles causas para desatar el caos; no pretenden estas líneas estigmatizar a nadie ni mucho menos promover rencores, solo enfrentarnos descarnadamente al hecho de que la ineficiencia alimenta la accidentalidad.
La patria no reclama víctimas, mártires ni héroes, precisa de hijos que la hagan próspera y en el camino sean ellos felices. Hoy nos son esquivas las sonrisas, esperemos que entre tanta tristeza salga incólume el optimismo, ese que no se sustenta de utopías, sino de aprendizaje, y sobre él, seamos capaces de erguirnos para andar hacia tiempos mejores.