Es tan profunda la huella de la COVID-19 en cuanto a pérdidas humanas y materiales, que poco reparamos en las que deja en el orden psicosocial para los sobrevientes. Mucho hemos cambiado desde marzo de 2020, aunque no sepamos exactamente cuánto ni en qué, lo cierto es que el desagradable imprevisto llamado Sars-Cov-2 le ha dado un giro a la vida, sus planes y sentidos y contra ello también, después de 17 meses, ha llegado la hora de inmunizarnos.
No será Abdala quien lo resuelva, ni el gobierno, ni el Minsap, seremos nosotros, con comprensión crítica y desprejuiciada. La producción de este antídoto no es en un laboratorio, sino en el seno de la familia y pareja, en los barrios, colectivos de trabajo, redes virtuales; no precisamos personal de Salud porque los operarios seremos nosotros mismos. En caso de que duela, nada de analgésico, mejor una buena dosis de conciencia para mañana recomenzar con otros bríos y otros métodos.
Para empezar, vale aclarar una prescripción (psicológica, no médica): a esta altura, reconocernos cansados -que no necesariamente conlleva a sentirse pesimista o derrotado- es señal de madurez aunque su efecto será real en la medida en que logremos identificar las causas del agotamiento y crear nuevas tácticas que las mitiguen.
La búsqueda de la compensación puede ser solución o paliativo. Se trata de mover las fichas del dominó, cambiar los roles, darle espacio de sosiego y meditación a quienes han llevado la carga pesada en estos meses de limitaciones, incertidumbre y distancia.
Llegó el momento de sustituir a quien lleva más de un año haciendo las compras de la casa o repasándole al niño los objetivos del grado, cocinando diario o haciendo en la oficina el trabajo de todos. Hay muchos seres queridos nuestros que en las actuales circunstancias han reajustado sus dinámicas para hacer, a la fuerza, cada día las mismas tareas, mientras sus colegas o cohabitantes tienen tiempo de sobra para interpretar las figuras que forman las nubes en el cielo.
Sin negar la solidaridad que nos distingue como pueblo, tenemos que reconocer que por el bien de la mayoría no está apostando la mayoría. El síntoma se percibe en los microespacios familiares y también en las tareas de impacto a las que convocan algunas instituciones para el enfrentamiento a la pandemia.
Por ejemplo, es usual encontrar a los jóvenes madrugando en internet o viendo televisión y luego durmiendo hasta mediodía, sin compromiso alguno con las dinámicas de la casa donde se les garantiza la base material y espiritual de la vida.
Baja presión docente y nula responsabilidad familiar los pone a vivir un tiempo muerto, donde, contrario a lo que cree la sobreprotección filial, la felicidad se les desdibuja por la falta de tareas y sentidos, el ocio se carga de contenidos frívolos, casi siempre asociado a las tecnologías y no a la satisfacción de necesidades afectivas o de autorrealización.
Muchos dan el paso al frente a labores de higienización, producción de alimentos, apoyo en hospitales de campañas y otras, pero hay una parte que se mantiene fríamente al margen, a veces con el consentimiento familiar, indiferentes a reciprocar con su aporte a la sociedad que les da derechos.
En este sentido, una dosis concentrada de inmunidad debemos poner los adultos a los hijos, estudiantes, vecinos y compañeros cruzados de brazos. No son la intimidación, el chantaje o la violencia las jeringuillas que precisan esta campaña masiva, pero sería ingenuo seguir caminando por el pueblo sin ver las casas.
Buenos argumentos, plegados de razón y emocionalidad deben brindarse para repartir más equitativamente el trabajo de este tiempo. Tareas desafiantes nos esperan a la vuelta del camino y nueva fuerza ha de sumarse en esta construcción escalonada donde lo primero es salir del bache y luego continuar, sin perder la marcha, hacia la concreción de los proyectos y sueños que queremos y merecemos.
El anhelo y la voluntad popular están por la superación del momento, el tránsito hacia un país más próspero, justo y democrático, de ello deriva la importancia de inmunizarnos, desde lo espiritual, para que la apuesta individual al proyecto común esté en la escala de motivos de cada cubano, más allá de edad, género u otros indicadores propios de la diversidad humana.
Qué aporto yo y los míos en estas circunstancias de crisis pudiera ser pauta inicial para el autodiagnóstico, con la seguridad de que el examen nos remitirá, quizás hasta sorprendernos, a tendencias de cosmovisiones y modos de actuación con los que estamos operando para pensar, sentir y actuar hoy. Entre el individualismo, el acaparamiento y el “sálvese quien pueda”, por un lado, y la conciencia y práctica responsables para avanzar haciendo, por el otro, hay variedad de proyecciones.
Encontrar la nuestra, en un país que lleva la colectividad en el centro del pecho, más que necesidad de la circunstancia es un deber. Hacer más que decir y sostener la crítica con propuestas concretas es lo que requerimos ahora, todo lo demás que encontramos en las calles, las reales y las virtuales, forma parte de egolatrías que pierden credibilidad cuando los emisarios no la sostienen con el ejemplo cotidiano.
A la vez, reconocer las maneras en que ejercemos poder sobre los demás es parte de la inmunización espiritual obligatoria. Lo mismo para movilizar fuerzas en una familia que en un país se precisa humildad, engavetar los dogmas y el autoritarismo y hacer parte de la decisión, y sus destinos, a los involucrados. A gritos no deja el muchacho de 20 años el teléfono para implicarse con sus padres en la limpieza del domingo; a orden sin pertinencia no responde el trabajador asalariado, a consignas vacías y métodos obsoletos no se convoca al revolucionario.
Hacer más con menos y ser mejores en las peores circunstancias que hemos vivido en las últimas décadas es un horizonte hermoso pero desafiante. Lo más inmediato para el avance es enfocar el catalejo hacia el meñique del pie. Marte, Plutón y la Luna pueden quedar para luego.