La mayor plataforma de búsqueda en internet destaca que, en este septiembre, Cuba podría convertirse en el noveno país latinoamericano en reconocer el matrimonio entre personas del mismo sexo. Y eso nos alegra, no porque se trate de una maratón o un principio estadístico, sino porque seremos capaces de reconocer el derecho de todos a elegir el camino deseado en materia de formación familiar.
La normativa actual, vigente desde 1975, dista de la concepción de muchas de las familias de hoy, lo que implica que la nueva propuesta, un poco más atemperada a nuestros tiempos, exhibe diversos puntos que la población cubana ha aplaudido en su mayoría, sin embargo, no puede negarse que también existen otros criterios que constituyen aspectos de polémica en los análisis realizados, pues la diversidad de puntos de mira es una riqueza social innegable, a partir de lo cual el dilema del matrimonio igualitario sigue encontrando detractores a pesar de los que a su favor se han sumado.
Sería lógico pensar que, luego de pretender que los reglamentos sean mucho más parecidos a la visión mundial y de los cubanos, en particular, de este 2022, la nueva ley estaría, por supuesto, más cercana a lo que somos, a los modelos de vida que elegimos, tanto como personas como desde la perspectiva familiar.
Entre los conceptos modificados tenemos el del matrimonio, el cual abre la posibilidad a la unión entre personas del mismo sexo y de que estas puedan adoptar como mecanismo para enriquecer la familia con los hijos que hasta este momento solo pueden ser producto de la llamada familia tradicional.
Con lo anterior, queda marcado un giro hacia una cultura fundada en los afectos, sobre todo el amor y es que entre las líneas jurídicas del nuevo código se defiende la inclusión y la dignidad como ejes centrales de los principios de igualdad y no discriminación en las relaciones familiares.
Contar con este conocimiento es responsabilidad de todo un pueblo, desde el instante en el que aprobó, mayoritariamente, la Constitución de 2019, la cual consideraba inadmisible la discriminación por condición humana o circunstancia personal, en tanto, resulta ofensivo para la dignidad de las personas.
El cambio de visión acerca de este fenómeno no exime a determinado sector de la población para mostrar su desacuerdo con el matrimonio igualitario y la posibilidad de acceder a la adopción por parejas homoafectivas. Téngase en cuenta que el cambio a nivel de conciencia social es un proceso lento y complejo.
Escudarse en frases como “yo no discrimino a nadie pero…”, “tengo amigos gays pero…” y asegurar que asumir tal concepto hará daño a la sociedad, es resquicio aún de una rigidez de pensamiento que sí puede causar mucho perjuicio, sobre todo si lo analizamos de cara al inevitable y vertiginoso desarrollo de la humanidad.
Elegir un modelo de familia diferente al “tradicional”, como lo califican algunos, es una decisión que no invade mi derecho como persona al reconocer el derecho de ellos, no se me viola el mío, ante el mundo somos iguales, seres humanos todos y cada quien debe tener la oportunidad de apostar por su propio mundo.
Entonces, ¿por qué afirmar una vez más que el derecho a contraer matrimonio es exclusivo de las parejas heterosexuales? Con la nueva carta muchos amigos nuestros disfrutarán en armonía su relación, podrán defenderse ante las denigrantes actitudes de rechazo que los siguen golpeando de manera arbitraria; pero, sobre todo, existirá el respaldo legal oportuno, con mayores y mejores garantías, pero como antídoto a las dudas, conflictos y temores, que disminuirán en la medida que gane terreno la certeza de que vivir es un derecho humano que no puede ser condicionado por gustos y posiciones ajenas.
Otro tema de controversia a la luz de las nuevas reformas es el de la adopción por parte de las parejas del mismo sexo, sustentado en que esto sería perjudicial para el desarrollo de los menores.
Al respecto, es necesario entender el verdadero sentido de una adopción en nuestro país, cuya intención primordial está asociada con proteger a la infancia que se encuentre en cualquier situación de desamparo, garantizar el derecho de niñas, niños y adolescentes a vivir en familia y asegurar su bienestar y desarrollo integral.
Ante este noble fin, resulta más coherente que no restemos oportunidades a quienes la necesitan, pensemos como ciudadanos que formamos parte del siglo XXI en avanzada ya y quizás el resultado de nuestros pensares puedan asegurar que el amor y la paz llegue a más personas.
Cabría preguntarse ahora si es perjudicial para un niño criarse en el seno de una familia homoafectiva, pero con cualidades amorosas y, sobre todo, protectoras, o daría más garantías una familia heterosexual que cuenta en sí con expresiones evidentes de violencia, que conocemos existen en nuestra sociedad.
Un centro para niños sin amparo filial no puede ser un destino para toda la vida si afuera existe quienes desean adoptar, capaces de dar el amor que sus progenitores no pudieron o no quisieron dar. Afuera es posible que haya quienes estén dispuestos a ofrecer abrigo desde el sentir de familia que nace en cada ser humano.
No veamos como impedimento el hecho de que quien adopta elije un modelo familiar distinto al nuestro, al contrario, miremos sus principios, su voluntad, su integridad y que incidirá positivamente en esos pequeños, que posiblemente, hayan pasado muchas noches de sus vidas rogando que alguien los elija como hijos.
No se trata de imponer mis puntos de vista ni los de nadie, pero seamos consecuentes con los tiempos, reconozcamos que estas familias existen y muy cerca de nosotros, por lo tanto, con sus maneras afines o no a las nuestras, son también merecedoras de protección legal.
Como conciudadanos que somos de quienes han elegido una vereda distinta, reconocerles el derecho que ya tienen constituye un acto de respeto al otro y, fundamentalmente, un modo de darle paso al triunfo de los derechos y del amor, desde un código que ha sido bautizado como: el Código de los afectos.