Quizás el desafío más acuciante que tiene hoy este país es lograr que los jóvenes quieran tener su proyecto de vida aquí. Que quieran, se esfuercen y luchen por tener un futuro y una familia en Cuba, no en otro sitio, no en otra latitud, sino en este pedazo de tierra rodeado de mar.
Es un periodo difícil, complejo, lleno de estrecheces y limitaciones materiales y financieras que trascienden el plano de la economía nacional y comprime los bolsillos, sobre todo, de quienes trabajan por un salario cuya capacidad de compra se ha visto disminuida y apenas cubre las necesidades básicas.
Empezar por proporcionarles un puesto de trabajo en el que se sientan útiles, puede ser el primer paso. Muchas veces los recién graduados no encuentran espacios de superación o crecimiento profesional en sus centros laborales, en tanto, otros no descartan las posibilidades de dedicarse, una vez título en mano, a cualquier oficio para sustentarse ellos y a parte de la familia.
Recientemente una profesora de la Facultad de Comunicación de la Universidad de La Habana expresó en una reunión del ICRT que cada día son más los estudiantes que trabajan. Esa es una realidad que cambia los modos de hacer y concebir no solo la Educación, sino que pone retos a los sistemas empresariales, presupuestados, y hasta a los nuevos actores económicos; por supuesto, también a la sociedad.
Invertir en formar un profesional no debiera ser en vano; ese conocimiento debe revertirse en buenas ideas y prácticas, en mayores producciones, investigaciones, en mejores oportunidades para el país. Pero no siempre es así, porque lamentablemente ese joven que ha estudiado cuatro o seis años percibe una mayor remuneración tras un mostrador y entonces la plaza para la que fue formado seguirá vacía.
Se trata de incentivos obvios. No son pocos aquellos estudiantes universitarios que solicitan cursar su carrera universitaria a través de un curso por encuentro, para trabajar el resto de la semana.
Los hijos se parecen más a su tiempo que a sus padres y quizás haya pasado poco a poco esa etapa en el que un joven dependía mayoritariamente de la familia para sustentarse. Hoy son más independientes. El mundo entero funciona así.
En todas las latitudes es una labor que se acomete para ayudar a pagar gastos propiamente educacionales o colaborar con la economía hogareña. En Cuba la realidad es otra, porque una vez graduados asalta la duda de si irse a cumplir un servicio social o colgar el título cual trofeo y continuar dedicándose a ese oficio en inicio “coyuntural”.
No digo con ello que sean mayoría, pero es un fenómeno que existe y que nos traduce varias cosas. La satisfacción personal no siempre pasa por tener dinero en el bolsillo. La realización y la felicidad son mucho más que eso.
Poder ayudar a la familia que te formó, pagar los gastos del hijo que nace, comprar lo que se necesita, no ha sido nunca un lujo.
Los complejos caminos de la economía cubana tienen que mirar con celo al anciano que pasa trabajo para pagar un café o comprar una fruta en una carretilla, pero además tienen que enfocarse en ese futuro cercano que se construye día a día en las universidades y que no puede diluirse cuando licenciados e ingenieros se van a desempeñar labores para las que no estudiaron.
En el conocimiento se invierte, y se hace porque de sus frutos depende el desarrollo de este país. Esa inversión no termina con el egreso de la universidad; concluye con una ubicación que garantice crecimiento y estabilidad, con resultados palpables. Y ello se aplica no solo para los recién graduados.