A los integrantes del batallón de milicias 323, de Cienfuegos, les explicaron que era recomendable morder un palito u otro objeto cualquiera si avistaban un avión enemigo sobrevolando el espacio aéreo.
Ese pequeño acto podría ser determinante para que una explosión no les reventara los tímpanos, ya que al dejar entreabierta la boca, ayudaban a que la presión que ejerce el sonido se distribuyera en una mayor área.
Miguel Ángel visualizó en su mente el avión y un escalofrío le recorrió el cuerpo. Tenía 17 años y viajaba en un camión, junto a un grupo de muchachos tan jóvenes como él, rumbo a un escenario de guerra al sur de Matanzas.
A dos puntos de la Ciénaga de Zapata -Playa Larga y Playa Girón- habían arribado en la madrugada del 17 de abril de 1961 cinco barcos mercantes, dos unidades de guerra, tres barcazas y cuatro lanchas para carga financiadas por la Agencia Central de Inteligencia (CIA) de los Estados Unidos con el objetivo de establecer una cabeza de playa e instituir un gobierno provisional en la isla, que contaría con el beneplácito y el apoyo de la administración estadounidense.
Miguel y sus compañeros viajaban con el objetivo de hacer frente a la invasión.
“En la Ciénaga no era posible desplegar ese teatro de operaciones en el que se manda a un batallón a atacar y ya. Había tramos que podían sortearse en un vehículo y otros que debíamos recorrer a pie. Te encontrabas 20 metros de mangle por aquí, roca por allá, bosque del otro lado, la mar y no se sabe qué otra cosa”, relata.
Es un buen narrador y cuando te habla puedes imaginar cada detalle como si lo hubieras vivido tú también; puedes ver la explanada donde se asentó su grupo, un sitio que era piedra pura, porque antes había pasado un buldócer por allí arañando la tierra con su enorme cuchilla. No había árboles, ni ninguna protección más que sus reflejos.
Tenían coraje de sobra aquellos combatientes, casi niños. Habían visto con sus propios ojos, o escuchado, los relatos de los estragos cometidos por los mercenarios en los poblados de la región. Supieron de familias masacradas por la aviación y de gente quemada con napalm.
“El napalm es un derivado de la gasolina, mezclado con fósforo vivo, que causa una ardentía irresistible. Cuando le caía encima a una persona, esta corría al mar a aliviarse la ardentía de la piel, y cuando salía del agua, se activaba de nuevo la sustancia quemando todavía más profundo.
“Se trató de un crimen terrible, como lo fue también el uso que hicieron de las insignias de nuestra fuerza aérea en los fuselajes de sus aviones. A esa violación se le llama perfidia en materia de derechos humanos. Está prohibido y es tan grave como usar un hospital como cuartel o una ambulancia de la Cruz Roja para trasladar tropas”, explica.
La astucia y cohesión de los revolucionarios, liderados por Fidel, frustraron en menos de 72 horas a los atacantes. Estos últimos no contaban con las muestras de heroísmo protagonizadas por el pueblo cubano.
Miguel evoca anécdotas como la del batallón 116, que fue a la guerra con apenas 20 cartuchos de M-52.
“¿Tú te imaginas lo que es salir a combatir con 20 cartuchitos?, internarte en el bosque, avanzar al encuentro de una brigada de 1 500 mercenarios apertrechados con cañones, tanques, morteros, ametralladoras, buques de guerra; enemigos fortificados en cuevas, en trincheras, en huecos de los arrecifes, enmascarados … Enfrentarlos a pecho limpio, fue un acto de patriotismo en su estado más puro.
“Supe también la historia de un miliciano, cienfueguero como yo: Jesús Villafuerte. Combatía codo a codo con su padre. Los disparos llovían sobre sus cabezas y por un momento el joven soltó un Ayyy.
– ¿Qué pasó, niño? -preguntó su papá.
-Nada, viejo-respondió y con un tono de ternura en la voz le comentó – Por cierto, ¿qué estarán haciendo las mujeres allá en la casa?
-Hijo déjate de estar pensando en eso, vamos a tratar de salir de esta situación -dijo el padre y cuando viró la cara para ver a su muchacho, este tenía el pecho abierto y le manaba sangre a torrentes. Lo único que pudo hacer aquel infeliz, fue virar a su retoño para que muriera de cara al sol.
“Aquellos sucesos le costaron a nuestro país 176 muertos: 151 del Ejército Rebelde, la Policía y las milicias y 25 civiles, además de 300 heridos”, apunta Miguel.
El trabajo de los milicianos no se terminó con la rendición del grueso de los invasores en las arenas de Girón el 19 de abril. Tuvieron que permanecer varias jornadas más en sus posiciones, para atrapar a los mercenarios que aún permanecían internados en los montes.
“Así estuvimos 15 días y 14 noches. Tú no podías quitarte los zapatos porque se llenaban de macaos, unos bichitos parecidos a los cangrejos que picaban muy duro. En las noches las nubes de mosquitos descendían hacia nosotros y se nos metían hasta en la boca. Era imposible dormir en esas condiciones. Por las mañanas, cuando los primeros rayos del sol te daban en la cara, caías rendido en el lugar que estuvieras.
“Vencidos por el hambre y el cansancio, los invasores salían de sus guaridas. Colgaban su armamento en lo alto de un arbusto y se aproximaban a nosotros silbando a través de un casquillo en señal de rendición”, prosigue.
“Tuvimos que correr con muchos de ellos hasta Cayo Ramona a ponerles transfusiones de sangre porque venían muy debilitados”.
Mi entrevistado cuenta otro suceso que lo impactó mucho. Había en su tropa un muchacho llamado Luis, del poblado cienfueguero de Guayabales, que se le parecía físicamente. Les llamaban los jimagüitas porque ambos eran delgados, de mediana estatura, rostro redondo y pelo lacio.
Un día les ordenaron a los dos custodiar una rastra cargada de carbón que se desplazaría hacia Playa Girón. El objetivo de enviar a milicianos en esos viajes era evitar que ningún mercenario ocupara un vehículo y burlara de esta manera el cerco que se les había impuesto a lo largo de la ensenada.
Cuando la rastra llegó a su destino y se disponía a retornar, Luis le pidió a Miguel quedarse un poco más de tiempo en aquel lugar y volver en otro carro al campamento.
Caminaron un trecho y fueron testigos del traslado de un grupo de prisioneros.
-Vámonos de aquí, Miguel, regresemos ya- dijo de súbito Luis y tiró fuerte del brazo de su amigo.
– ¿A qué viene es apuro?, tú eras el que quería caminar, replicó Miguel y por un momento percibió que su amigo lloraba. Luis acababa de reconocer a su padre entre los convictos.
– ¿Tú estás seguro, Luis?
-Sí, sí, era mi papá. Hace un tiempo se fue a los Estados Unidos.
– ¿No lo confundirías con otro?
-Era la cara de mi padre. Lo vi clarito, pero él no me vio a mí.
Hicieron callados el viaje de retorno y no volvieron a conversar sobre el tema. Pocos días más tarde, el camino de estos combatientes se bifurcaría, pero el aprecio continuó intacto.
A Miguel le asignaron dirigir un batallón de tanques en la base de San Julián varios años después de los hechos referidos en este trabajo y se mudó a Pinar del Río con su familia. Afirma que su corazón está dividido entre esta tierra y su Cienfuegos natal.
En breves minutos me narra otras vivencias suyas, como los estudios de Mando de tropas operativas de tanques que venció en la URSS y las misiones militares que cumplió en Guinea Bissau y Mozambique. En esta última nación sufrió un accidente automovilístico que le provocó una fractura de la tercera y cuarta clavículas, lesiones que tardaron meses en sanar.
Llena de aventuras y sacrificios ha estado su vida, que cuenta con total humildad.
Girón fue una prueba de madurez que lo marcaría para siempre. En todo este tiempo no ha conseguido olvidar un solo detalle de aquellos días. Mientras vivía el rigor de las noches en vela, el temor de no saber si sobreviviría y si abrazaría de nuevo a sus padres y hermanos, no era consciente de la magnitud de aquella epopeya.
“Si en aquel momento me dicen que 60 años después yo estaría aquí, contándole a alguien mis memorias, no me lo creería”.