Dice Manuela Varela Pérez que el cuerpo humano es como un carro. Cuando eres joven todos tus mecanismos funcionan a la perfección. A medida que te haces mayor empiezan a fallarte los engranajes y con frecuencia debes recurrir al mecánico para que repare tus piezas.
Llega el momento en que te adaptas a lidiar con tus desperfectos y te aferras a la carretera de la vida con todas tus fuerzas; pero el desgaste es inevitable y el día menos pensado tu carro se detiene para siempre.
Manuela habla risueña de sus piezas defectuosas:
“Esta cadera me la han operado tres veces. Cuando camino siento que la prótesis me baila ahí adentro y el dolor es horrible. A mis 100 años creo que lo único que tengo bien es la mente”.
Lula, como le llaman sus seres queridos, es capaz de recitar de memoria décimas aprendidas en su infancia y recuerda con claridad los eventos de su vida y la de aquellos a quienes ha conocido en su largo camino en Pinar del Río.
“Mi padre era español y mi mamá cubana. Tuve una infancia normal, como la de cualquier niña. Papá trabajaba de capataz en unas canteras pero sufrió un accidente que lo dejó medio inválido y mis hermanos, varones todos, tuvieron que ponerse a trabajar para ayudar con los gastos de la casa”, cuenta y prosigue:
“La moral de aquellos tiempos era muy rígida. En el año solo se hacían dos bailes: uno el 25 y otro el 31 de diciembre. Mi madre me acompañaba siempre y decidía con quien podía bailar y con quien no; aunque yo estaba más interesada en las muñecas que en esos festejos. Jugué con ellas hasta muy grande.
“De aquella época recuerdo a Demetrio, que frecuentaba mi casa porque era compañero de trabajo de papá. Tenía una novia muy linda en La Sabaneta que se llamaba Bella Montesino. Una tarde el hermano de ella la atrapó besándose con el novio por la ventana y aquello avergonzó tanto a Bella que se envenenó con polvo de tabaco.
“Por esos días Demetrio nos visitó muy triste. Mi madre le ofreció un pedazo de panal de miel para endulzarle el corazón, pero estaba desconsolado.
-´Bella se mató por causa de aquel beso y yo no puedo vivir con esa culpa´, le dijo él a mamá. Al otro día supimos que se había pegado un tiro en la cabeza”, relata la anciana y añade que esta historia la impresionó mucho.
En diez décadas la vida se transforma, hay cosas que dejan de ser lo que eran, nuevas costumbres que anulan las pasadas. Ves morir a gente que antes te sostuvieron y nacer a otros a los que consagrarás tu vida a cambio de nada.
Manuela, que antes se venía abajo cuando miraba a los médicos inyectar a su madre enferma de tuberculosis, terminó por manejar ella misma las jeringuillas para evitar los viajes desgastantes hasta la ciudad Pinar del Río.
Cuando su vieja le faltó, tenía apenas 19 años y asumió el cuidado de sus hermanos menores. Luego conoció la maternidad, el placer de cuidar eternamente a sus tres hijos, de velar porque sus ropas se les mantuvieran limpias y de acompañar su crecimiento y sus metas…
Todavía los cuida, aunque son hombres hechos y derechos. Ser madre es lo que más le ha gustado en la vida, además de tomar sopa de guineo, sin carne, porque la carne negruzca que flota en el caldo no le gusta.
“El cerdo frito sí que es sabroso, y las fritas de plátano maduro…; aunque esas cosas que antes me encantaban ya no me apetecen mucho. Y de cerveza sí que no me he dado ni un buche. Aunque yo hubiera querido emborracharme un día para saber qué se siente”, se ríe.
Confiesa que cuando pase el coronavirus volverá a sacar al portal la mesa del dominó y se enrolará en partidas con un viejito del “Vélez” que a menudo la acompaña; o jugará contra ella misma, juntando las fichas de un juego que la ha conquistado.