El mundo parece estar de espaldas a Palestina. Parece no querer ver el genocidio, los niños muertos, los padres gritando, la gente huyendo a un lugar en el que no estarán mejor.
Periodistas asesinados, edificios completos destruidos, sistemas eléctricos en el piso, hospitales colapsados y sin recursos, en los que ni siquiera Médicos sin Fronteras y la Cruz Roja Internacional pueden hacer más.
De eso hay poco en los medios oficiales de todo el mundo, pero hay mucho en las redes. Hay imágenes que estremecen, en tanto, un colega advierte: “Es importante verlas y comparar, ver lo que tenemos”.
Le he dicho un No rotundo; no se puede comparar, pues no se está ni remotamente en igualdad de condiciones. La guerra que tenemos no es contra 6 000 bombas en un fin de semana, sino contra los precios y el desabastecimiento de recursos, alimentos y medicinas. Es una contienda menor, pero está ahí.
El miedo no se compara, la angustia no se compara, el terror, la incertidumbre. Porque quienes se salven hoy en la Franja de Gaza quedarán marcados para siempre, por eso no es válida la comparación.
Sin embargo, cada quien tiene que librar sus batallas.
Y en estos días supe de un pequeño, de esos comilones, como todos quisiéramos que fueran nuestros niños, que no pierde tiempo en devorarse varias bandejas servidas en la escuela, aprovechando aquel que no quiere o lleva “refuerzo” de la casa.
Pero cuando termina, entonces vierte en una bolsita las viandas para asegurar parte de la comida en la noche, y he sentido tanto dolor por él y por sus padres, los que quizás no tienen forma alguna de garantizar un plato fuerte cada día, ni siquiera para su hijo.
También supe de otra niña que ya no desayuna como antes, porque estaba acostumbrada al yogur de soya que en la casa siempre dejaban para sus mañanas, ahora apenas lleva la merienda, y prefiere no hacer Educación Física para no esforzarse demasiado.
Cerca vive una anciana a la que la jubilación tampoco le alcanza y pide que sigan quitándole pedazos a la calabaza de la carretilla y también a este “problema enorme de los precios en Cuba que va acabar conmigo”, dice.
Y es triste que pase en una sociedad que siempre ha luchado por sus niños y por sus adultos mayores, pero pasa y seguirá pasando, en tanto el desarrollo de los territorios no mire puntualmente a esos desafíos; mientras no se aprueben proyectos de desarrollo local y empresas medianas y pequeñas que respondan a necesidades objetivas de cada lugar.
Porque hoy las brechas se dibujan mejor, y es cierto que los padres son responsables de sus hijos y sus familias, pero hay que darles oportunidades para cumplir con su deber.
Si la prosperidad depende de lo que seamos capaces de producir, entonces habrá que cerrar los ojos para otros frentes y poner tecnología y capacidades en el campo, porque hoy, con tracción animal y unos 500 pesos diarios, la fuerza de trabajo escasea en esos sitios.
Habrá que cerrar los ojos para otros frentes y sí mirar a la Salud, porque con la vida no se negocia. Así podríamos enumerar un rosario de sectores que necesitan de capital, de inversiones para avanzar, pero por alguno hay que empezar.
La situación de Cuba no va a mejorar con cientos de mipymes que venden cerveza, ron y chocolates. Aquí se necesita de empresas estatales y privadas que muevan realmente los números de la economía a diversas escalas, sobre todo, la familiar.
En el camino para la reducción de esas brechas habrá que establecer políticas no solo para el bienestar, sino que contribuyan a generar un sistema económico fuerte, determinante de las superestructuras sociales.
Por eso hay que mirar siempre al lado y ver lo que pasa, vive y sufre el otro. Hay que mirar al anciano de la esquina, y al último niño del aula de nuestro hijo, y hacer, entre todos, por ellos.