Estuve allí, nadie me lo contó.No hubo pantalla que me enseñara en su plana forma lo que es el adiós, ni voz en la radio que contara con el suficiente vocabulario para narrarme lo que sucedía. Estuve allí, en la Plaza de la Revolución José Martí, el mismísimo epicentro de un dolor millonario, repartido sin que por ello mermara en su fuerza.
Horas de pie, cansancio, mucho cansancio. Mi espalda no soportaba el peso de la mochila. No había música, ni bailes como otras ocasiones. Solo dolor, el mismo que aún se resigna a dejarnos en paz.
El Himno Nacional comenzó sus notas, pero nadie tarareó. No se cantaba, se gritaba. Los pechos convulsionaban buscando el aire necesario para decir «que morir por la Patria es vivir». Las estrofas arremetían contra el Martí marmóreo. Desde donde estaba no oí música alguna: el himno se gritaba como si se espantara un mal presagio. Un erizamiento me recorría todo, como si mis poros tambien cantaran.
Yo vi la estrella aparecer cuando cayó la noche. Estaba a la siniestra del Apóstol, fija entre las aves nocturnas que vistas desde lo bajo le hacían cortejo. Alguien más la vió: ¡En el cielo hay una estrella!…¡ESE ES FIDEL! Primero una voz, luego varias, al fin todas.
No hablo del hombre en sí. Hablo del pueblo que le despidió, que le bendijo en nombre de Dios, que pidió para él la fuerza de Alá y el cuidado de todos los santos. El pueblo que no amarra lágrimas, sino que las seca a mano limpia, como se corta una caña. El pueblo que pintaba en su rostro la insignia de Comandante en Jefe, que señalaba la estrella que apareció cuando la luz de la tarde dejaba de existir. El pueblo que queda después del llanto y el dolor, que recuerda, que vuelve a sus andares diarios con una estrella sembrada en el pecho.