Si a una madre o un padre le preguntan cuál es la etapa más difícil para la crianza de un hijo, me atrevo a asegurar que muchos coincidirían en que es la adolescencia.
Aunque reza el refrán que hijo chiquito, problema chiquito y… ya saben cómo termina el popular dicho, es sin dudas el tránsito de la niñez a la juventud el que más “dolores de cabeza” ocasiona en las familias.
Es esa la edad de presumir, de ostentar, y muchas veces, sobre todo para los varones, la etapa de probarse como hombres, de “especular”, de intentar estar a la altura de patrones que cada vez se vuelven más superficiales y menos saludables.
Si a eso le sumamos los productos musicales que consumen, que no por estar en boga son los más apropiados o los de mejor calidad, y las llamadas “junteras”, se empiezan a cocinar ideas, iniciativas que nada aportan a su desarrollo como personas de bien.
Entonces se vuelven vulnerables a todo tipo de conductas, incluso, a cometer delitos y mostrar comportamientos totalmente ajenos a lo que siempre le enseñaron en casa, a lo que le fomentan cada día en la escuela.
Es lamentable que jóvenes estudiantes, vinculados al estudio y con una educación adecuada desde el seno familiar, sean procesados y condenados a cumplir sentencias de cárcel por cometer delitos de robo con violencia contra sus semejantes.
¿Son esos los futuros hombres y mujeres que queremos para Cuba? ¿Cómo queda una familia durante cinco o más años viviendo con la carga de tener a su hijo preso? ¿Es la violencia y la apropiación indebida la solución a las carencias económicas? ¿Vale la pena arriesgarse a perder la libertad plena por dinero? ¿Cuánto puede marcar la cárcel la vida de un niño de solo 16 años?
Dicen que los tiempos de crisis sacan lo peor de las personas, que la necesidad transforma y que arrastra hacia rincones oscuros, despreciables, inauditos.
Pero sé de muchos que desde que vienen al mundo viven en una pobreza extrema, porque desafortunadamente, también tenemos de esos casos en Cuba, y su condición de humildes se refleja en su vida diaria, en sus acciones, en su comportamiento, pues prefieren pasar hambre y necesidad antes de apropiarse de lo ajeno.
La adolescencia es la etapa en la que suele ser difícil no caer en las tentaciones, en el juego ilícito, en el vicio del ron y el cigarro. Es también la etapa en la que es muy fácil quedar deslumbrado, dejarse convencer o querer aparentar.
Por eso no basta con provenir de una familia de profesionales o de personas de bien, ni de asistir a clase todos los días. Los adolescentes precisan de comunicación y confianza, de atención, de comprensión, de seguimiento, de control, de tacto.
A los padres corresponde velar por el accionar de sus hijos; conocer a sus amistades, sus preferencias, el ambiente en que se desenvuelven, las inquietudes que les alteran la rutina y el carácter; estar alertas para “poner el parche antes que salga el grano”.
Y es que la mayor responsabilidad recae en el plano familiar, de ahí la importancia de intercambiar experiencias, de estar presentes en cada paso que den, en cada decisión que tomen, de propiciar una cultura jurídica en los más jóvenes, que conozcan sus derechos, pero también las consecuencias de las malas acciones y que no están exentos del peso de la justicia.
Dicen que los tiempos de crisis sacan lo peor de las personas, pero no es justificación para violentar, para robar, para intentar conseguir dinero o cosas materiales a expensas de la vida o la salud de otros.
Más duro que no estar a la “altura” del poder adquisitivo de los demás, es romper la dinámica familiar, tirar el futuro por la borda, o peor aún, ver a una madre, en medio de todas las dificultades, llevar jabas a una cárcel durante cinco años y vivir con la cabeza baja por no poder sentirse orgullosa de su hijo.