Sobre la importancia de la percepción de riesgo para hacer frente a la COVID-19 mucho se ha dicho, sobre todo en Cuba, donde el sistema de Salud tiene cimientos en un enfoque preventivo, confiados en que la educación resguarda hasta de la enfermedad y la muerte.
Numerosas epidemias hemos controlado: poliomielitis, cólera, dengue, gripe A (H1N1) y sida, por ejemplo. La estrategia combina la vigilancia epidemiológica y asistencia médica con trabajo comunitario de promoción y educación, con refuerzos de gobiernos, instituciones y voluntarios que apoyan a la salud pública, voz cantante en estos menesteres.
El modelo cubano de enfrentamiento a situaciones de desastres y graves epidemias, afianzado en la sensibilidad de quienes lo perfilan e implementan es referencia para el mundo, confirmado en el empuje internacional que tiene la brigada Henry Reeve para la nominación al Premio Nobel de la Paz.
Pero hoy, en medio de otras circunstancias que nos trascienden y nos competen, batallamos contra el mayor peligro sanitario al que se ha enfrentado el orbe en el siglo XXI. No cree en edad, raza, condición de clase, nivel de escolaridad o género y devasta con sus múltiples rostros transfigurados en nuevas sepas, síntomas, vulnerabilidades.
A pesar de las esperanzas en vacunas, sabe escondérsele a la ciencia y a los humanos -a los sensatos me refiero- ha impuesto el desafío de superar una habilidad que teníamos abandonada por el efecto del ajetreo cotidiano: el control sobre la vida, que reclama del autocuidado y la responsabilidad social como pilares básicos.
Más allá de los esfuerzos del sistema político y social de cada país, la pandemia advierte que, como otra guerra más, se trata de sobrevivir. Hablar de sus secuelas y letalidad es, más que redundante, irrespetuoso. Eso lo sabemos y aún así seguimos pensando que, en gesto solidario, nos pasará por el lado y se alojará en otro cuerpo o en otra familia, aunque en las últimas semanas se revelen más de 600 positivos diariamente, algunos conocidos, que no son todos los que son sino a los que el PCR llega.
A mí no, aquí no tiene por qué llegar. Nosotros nos alimentamos bien, o no tenemos enfermedades predisponentes, o somos cristianos y nuestra deidad nos ampara, o somos jóvenes y sanos, o no hacemos colas son algunos argumentos que empolvan el optimismo ingenuo. Sus vacíos están científicamente demostrados y, en caso de que no se desarticulen por la fuerza de los datos de estos días, la ciudadanía tendrá que activar mecanismos para ejercer el derecho a defender la vida propia y el deber de proteger la ajena.
Multas y sanciones tienen que aplicarse a cabalidad. La indisciplina, que en esta realidad es también incumplir con las medidas sanitarias, es consecuencia directa de falta de competencias emocionales para producir la vida en la intimidad del hogar. No se enjuicia la gestión personal de la base material para la familia, pero sí el apego de algunos por las calles y colas, con actuaciones de libre albedrío e inmunidad total a la creciente realidad del contagio y la muerte.
Quererse a sí mismo y a los demás es razón suficiente para tomar distancias, más allá de las ausencias y necesidades que pocas veces supera al peligro de exponerse a las multitudes. Fiestas, niños y adolescentes en las calles, ancianos a cargo de las compras son realidades que meses atrás se leían como baja percepción de riesgo, pero hoy, con la cercanía de la COVID-19 a nuestra puerta, se traducen como falta total de responsabilidad cívica y se convierten en desacato.
Este descontento se profundiza cuando se suman algunas instituciones que dan oídos sordos a la fase de transmisión autóctona, aferradas a las dinámicas de la normalidad, sin capacidad para restructurar el campo de acción en función del momento y sus pautas.
En la capital provincial hay niños en calles y centros de trabajo, convocatorias de directivos a reuniones postergables, fotos en redes sociales de encuentros que bien podrían posponerse para cuando baje la marea, eventos, celebraciones de efemérides, premiaciones, congregaciones. ¿Estamos minimizando el riesgo? ¿Podremos entender de una vez por todas que el distanciamiento es el único antídoto a la epidemia?
No, a mí no. No pueden pedirme ir a espacios cerrados a analizar asuntos que hasta hoy no se vieron y les queda tiempo para luego, no pueden convocarme a celebraciones de aniversarios de gente querida, no pueden decirme que todos en la cola debemos estar en el mismo portal, no puede un funcionario resultarme coherente cuando sale en cámara con un mensaje de bien público y nasobuco mal puesto. No en este momento, en este rebrote voraz.
Perderle miedo a la COVID-19 en su mayor desesperación nos hace daño. Saberlo no es suficiente. Tendremos que trabajar, crear, avanzar, consumir, socializar y querernos con la barrera de la distancia. Vivir así es un imperativo, un reclamo a gritos, con pérdida de paciencia, de los que respetamos la fragilidad humana ante esta embestida y queremos protegernos, protegerte.