Alguien cercano me sugirió visitarlo y, quizás, reflejar su quehacer en estas páginas. Confieso que no andaba muy convencida, pues el acostumbrado encontronazo con los precios y las malas experiencias con las pesas impulsaban, a duras penas, mi entusiasmo.
La primera sorpresa la recibí cuando me dijo que cerraba a las siete de la noche y que los domingos trabajaba corrido hasta las tres; la segunda fue cuando al ver la tablilla de precios, entre ajo y cebolla no superaban los 200 pesos la ristra.
Carlos Miguel Rodríguez Pérez es graduado con título de oro en Cultura Física, pero hace poco más de cinco años que no ejerce en el sector educacional, sino que expende viandas y hortalizas en un punto de venta ubicado en las afueras del municipio de Consolación del Sur.
-¿Por qué se decidió a vender aquí?-, le pregunto. Rápidamente me contesta que fue por una cuestión económica, porque vive enamorado de su profesión.
“En aquel entonces cobraba solo 345 pesos, con un niño pequeño, mi esposa, mi mamá… Tuve que dejar de dar clases para sustentar a mi familia”. Luego cuando incrementaron los salarios intentó regresar pero ya no había plaza, ahora me dice que no vuelve más.
El punto de venta se nombra Venceremos III, y es medio básico de la Granja Urbana. Allí expende lo que algunos productores y parceleros cosechan en patios y pequeñas extensiones de tierra. Entre todos se ponen de acuerdo y ajustan los precios respetando las regulaciones del Consejo de la Administración Municipal.
Berenjena, yuca, tomate, pimiento, ajo, cebolla… eran las ofertas del día. “Yo quisiera tenerlo siempre lleno, pero no depende de mí. En esta época hay más productos, pero llega después una época del año en que hay mucho menos”.
Es entonces cuando se concentra en lo que junto a dos obreros cultiva en un organopónico. “Tenemos remolacha, acelga, espinaca, cebollino, ajo puerro, quimbombó. Algunos se le venden al círculo infantil en convenio con la Dirección Municipal de Educación, pero la mayoría se los donamos”.
¿Y el salario?
“No tenemos salario fijo, es por lo que vendamos. Nos iban a hacer un sistema de pago que al final no funcionó. Luego iban a ponernos como trabajadores por cuenta propia pero todo quedó ahí. Tampoco me lo ponen como años de trabajo, es un poco complicado”.
Enseguida le comento sobre el principal motivo que me llevó hasta allí: la forma en que trata a los clientes y el servicio de calidad que presta, aunque no esté siempre surtido como él quisiera.
“El trato debe ser diferenciado, más cuando los precios están altos y las personas tienen tantos problemas. Cada cual es un mundo y hay que adecuarse, porque todo se acumula e influye en los estados de ánimo. Es difícil, pero se logra con el tiempo. Lo primero que requiere un trabajo como este es honestidad y buen trato”.
Cualquiera pudiera pensar que fue tal vez la pedagogía quien ha ayudado a este hombre a saber lidiar con distintos caracteres, pero hay algo con lo que se nace y eso no lo da ninguna carrera universitaria.
Para Carlos Miguel es fundamental ayudar a quienes lo necesitan. Durante tres años y medio le vendió, a precio de costo, malanga a una señora de la comunidad para su madre encamada. “Nunca obtuve ganancia con ella. No es lo mismo quien viene a comprar tres libras de malanga porque va a hacer una caldosa para un cumpleaños, que para un enfermo”.
Dijo Martí que ayudar al que lo necesita no es solo parte del deber, sino de la felicidad. A la entrada de Consolación del Sur (si viaja desde Pinar del Río), puede que la poca vistosidad del lugar lo haga pasar desapercibido, pero es sin dudas un espacio para descontaminarse del maltrato y el oportunismo abusivo del que muchas veces somos víctimas. Es, tal vez, una señal de que no todo está perdido.