Hospital Juan Hernández en Luis Carrasco, Bahía Honda. Junto a él, un hogar que agrupa a 34 ancianos a los que les sobran muestras de cariño, amor y atención. Se respira la tranquilidad propia de la montaña, la humildad innata de los lugareños. Se trata del lugar ideal para disfrutar de amaneceres que acompañan el canto de los pájaros, aunque la distancia imponga la nostalgia y el deseo de volver a casa.
Camino por sus pasillos en los que se imponen el brillo y el silencio. Sus paredes impecables. Todos cuidan, todos se sienten partes y dueños de lo mágico, de lo divino, de la obra humana, edificada para el bien de quienes peinan canas.
Y llego hasta una historia que me parte el alma. Ella es linda, expresiva y con mirada triste y a la vez pícara, me dice que se llama Omaida, aunque no sabe quién le puso el nombre. Nunca ha podido caminar, siempre en una cama o en su silloncito de ruedas. Con ojos de los que se desprenden un brillo acumulado, también me cuenta que su mamá la abandonó a los cinco días después de nacida. ¡Qué oprobio, por Dios!, pienso yo.
“A mí me adoptó una pareja de ancianos, a quienes les decía mamá y papá. Recibía también ayuda de la iglesia con juguetes y otras cositas. Ellos estaban enfermos, eran alcohólicos y no podían darme la atención que necesitaba. A los 17 años me trajeron para este hospital que es un lugar bello y tranquilo y donde hay una calidad humana increíble”.
-¿Y qué haces aquí, si solo tienes 34 años y esto es un hogar de ancianos?, le pregunto.
-¡Ahhh, mira tú! Vivo en el hospital, pero me refugio en este hogar porque aquí tengo mi verdadera familia. Leticia, la directora, es mi verdadera madre. Ancianos y trabajadores me acogen como una hija, sufren mi problema, como mismo yo el de ellos.
Omaida nació en el hospital psiquiátrico de La Habana con una malformación llamada mielominingocele, una enfermedad que implicó actividad quirúrgica con poca probabilidad de supervivencia. Ella es de las pocas que han podido rebasarla, aunque ha quedado cuadripléjica para toda su vida.
Me confiesa que un día vio a su madre. También me habla de su papá a quien conoció a los 17 años, después lo volví a ver a los 23 y por último a los 33. También sabe que al nacer tenía 11 hermanos, seis hembras y cinco varones a los que hoy conoce y que uno de ellos la ayuda desde Estados Unidos.
Habla y habla sin parar y siento que me da lecciones para enfrentar la vida hasta en los momentos más oscuros.
“Un hijo siempre le hace falta a una madre, se supone que sea mi mejor amiga. Yo no soy la culpable de haber nacido así. Quisiera ser completamente feliz, pero esto fue lo que me tocó, aun así tengo mis momentos de alegría, sobre todo cuando amistades de la iglesia me visitan e incluso me sacan a pasear”.
No espera por mis preguntas para aclararme que estudió en una escuela para discapacitados llamada Solidaridad con Panamá, en La Habana; que allí alcanzó el noveno grado; que le hubiera gustado llegar hasta el 12 y pasar cursos de corte y costura.
Le encanta la música romántica y la bachata. Es presumida. Usa el maquillaje como cualquier otra, pinta sus uñas y prefiere los “rayitos” en su pelo. Se califica una “mona” para comer. Adora las flores y los regalos, sobre todo los 17 de julio, día de su cumpleaños.
Y va a los sentimientos más íntimos y me declara que anda enamorada. “Él me llama, me da vueltas. Nos tenemos mucho cariño. Yo siempre le hago regalos los 14 de febrero y el día de su cumpleaños, el también a mí. Creo en el amor”, me confirma.
“¿Este país? ¡¿Qué sería de mí sin este país?! Aquí me lo dan todo, todo, no me falta nada. Encima de eso tengo una pensión de 1 540 pesos para comprarme mis cositas. Siempre voy a tener deseos de vivir, aun cuando no me queden fuerzas”.