“Me acosté a cielo abierto, porque no había más espacio en las pocas chabolas que aún se habían hecho (…) El cuerpo me temblaba por el frío, como si fuera un flan. ¿Tendré yo miedo —pensé— que no me acuerdo bien de lo que sé? Me acordé de Cuba, de Teté Casuso, de mis perros y de mis árboles en Punta Brava. Yo me dije: `a lo mejor, en la guerra, cuando uno tiene un recuerdo es que se tiene miedo`”, escribió el combatiente Pablo de la Torriente Brau en el cuaderno que lo acompañó durante la Guerra Civil Española, donde se alistó como corresponsal de diversas publicaciones latinoamericanas y estadounidenses. Las crónicas concebidas durante esa etapa serían compiladas más tarde en el libro “Peleando con los milicianos”.
Además de su labor periodística en plena lucha contra el fascismo español, Pablo fungió como comisario político de las Brigadas Internacionales y cayó mientras combatía en Majadahonda, el 19 de diciembre de 1936, durante la épica defensa de Madrid.
El poeta español Miguel Hernández lo describió como un ser valeroso y elevado en su poema Elegía Segunda:
Me quedaré en España, compañero/ me dijiste con gesto enamorado/ y al fin sin tu edificio trotante de guerrero/ en la hierba de España te has quedado (…) De una forma vestida de preclara/ has perdido las plumas y los besos, / con el sol español puesto en la cara/ y el de Cuba en los huesos (…)
Ante Pablo los días se abstienen ya y no andan. /No temáis que se extinga su sangre sin objeto, / porque este es de los muertos que crecen y se agrandan/ aunque el tiempo devaste su gigante esqueleto.
Aunque nació en San Juan de Puerto Rico el 12 de diciembre de 1901, se mudó desde pequeño con sus padres para Cuba, donde desarrolló su vocación como reportero y luchador anticolonialista y antiimperialista.
A través de sus trabajos periodísticos denunció los excesos e injusticias cometidos por el gobierno de Gerardo Machado.
Fue un maestro del testimonio y del periodismo de investigación. Realengo 18 constituye quizás uno de sus reportajes más paradigmáticos. En el relata la osadía de un grupo de campesinos guantanameros frente al afán de compañías nativas y extranjeras de explotar la riqueza maderera del Realengo.
“El que quiera conocer otro país, sin ir al extranjero, que se vaya a Oriente; que se vaya donde está el Realengo 18 y en donde se extienden otros como el de Macurijes, el de Caujerí, El Vínculo, el Bacuney, Zarza, Picada, Palmiján y algunos más. Que se vaya a Oriente, a las montañas de Oriente. El que quiera conocer otro país que monte en una mula pequeña y de cascos firmes y se adentre por los montes donde la luz es poca a las tres de la tarde y los ríos, de precipitado correr, se deslizan claros por el fondo de los barrancos, con las aguas frías como si vinieran del monte”, detalló Pablo y prosiguió con la introducción del trabajo:
“Allí encontrará no solo una naturaleza distinta, sino también costumbres diferentes y hasta hombres con sentido diverso de la vida.
Y, aunque acaso a un occidental no le sea grato, encontrará también el orgullo de una historia considerada como propia; la satisfacción de que no haya río por el que no hubiera corrido sangre mambí, ni monte donde no pueda encontrarse el esqueleto de algún héroe. (…)”,
Sus publicaciones valientes, así como su participación en protestas y manifestaciones revolucionarias, le depararon la prisión y el exilio. “La isla de los 500 asesinatos”, escrita durante su estancia en el presidio modelo de Isla de Pinos, es considerada una joya de la literatura cubana.
Dentro de su obra narrativa destaca además “Batey”, compilación de cuentos que le dedicó a su amada esposa Teté Casuso:
“Todos los riesgos son pocos para que los corra un hombre por la alegría de una muchacha (…). Y para que esa muchacha esté contenta y alegre de mí es que yo he hecho la mitad de “Batey”. Para que con su puerilidad de niña le presente el libro a sus compañeras y les diga: ` ¡Mira, esto lo hizo Torriente!… Y sólo por decirlo ya crea ella que todo está maravilloso`”.
El amor de ambos parecía de novelas. Se conocieron en Sabanazo, en el Oriente de Cuba. Pablo, diez años mayor que ella, la consideraba entonces “una niña fea y malcriada”; pero la muchacha creció esbelta y delicada y se robó de a poco la admiración y el afecto del cronista buen mozo.
Solo la muerte acabaría con aquel romance de ensueño; pero Pablo sentía que su misión en este mundo no estaba completa, que debía partir a España a contar los horrores de la guerra:
“Yo me voy a España ahora, a la revolución española, en donde palpitan hoy las angustias del mundo entero de los oprimidos. (…) A España tal vez vaya en busca de todas las enseñanzas que me faltan (…) porque mis ojos se han hecho para ver las cosas extraordinarias. Y mi maquinita para contarlas”.