“Para apilonar madera, cubrirla de pajón y tierra y darle candela, no hay que estudiar”, me dijo un “sabelotodo” de oficina, pero yo, nacido y criado en la montaña, sé que es un asunto complejo y que cualquiera no fabrica carbón.
Seguí el rastro a las columnas de humo gris que puntean la cima de Canina, entre Antúnez y Mantua, y lo encontré: Pablo es delgado, tez morena y barba crecida y pespunteada con hilillos de plata. En su rostro destacan los ojos, grandes y repletos de bondad.
Una vez lo vi recibiendo una medalla. Pude entrevistarlo, pero la peligrosa rutina del periodismo, que en ocasiones aísla lo verdaderamente importante, y la excesiva modestia del carbonero, hicieron el resto.
En estos días de apagones, cuando el carbón vegetal vuelve a ocupar un lugar en los hogares de la villa, me acordé de él.
“Como de Santa Bárbara cuando truena”, me reprochó mi amigo, Alain Caboverde, antiguo trabajador forestal y ahora secretario general de la CTC en Mantua, antes de darme la seña.
Así llegué a sus predios, sin más prefacios que mi cámara y las ganas inmensas de recuperar el tiempo que perdí.
No hay formalidades; Pablo y sus compañeros de labor hacen un alto y se acomodan sobre los troncos de eucaliptus.
“No nací en Mantua, en realidad soy de La Güira, en Luis Lazo, pero en el año ‘86, cuando regresé de Angola, se me ocurrió visitar a mis primos aquí y me embullé con lo del carbón. Desde entonces no he parado un solo día”.
Miro los hornos a medio construir. El sudor corre por las mejillas de los hombres que ahora escuchan a su compañero y maestro. Hoy le acompañan Luis Enrique, Yúnior y José Manuel, con historias muy parecidas.
“Hay magia cuando Pablo cuenta”, dice Luis Enrique, y los demás asienten.
“Hacer un horno, no es fácil, continúa Pablo, y no solo porque sea un oficio muy recio, sino porque la madera hay que colocarla bien, para que queme pareja, y si no respira, y no se sabe cuándo y dónde regular la entrada de aire, se vuela y no recoges más que cenizas, o peor, hasta un accidente puede ocurrir”.
Entonces, pregunto: ¿Los hornos se hacen por pisos?
Pablo y los demás, ríen. “Cuando la madera es muy gruesa, no queda más remedio. Ahora mismo lo estamos montando de ese modo, como si fueran escalones. Todo con mucha habilidad, porque si no se balancea bien, puede inclinarse, y estos no son palitos chinos”.
De Pablo Pimienta ruedan leyendas sencillas, de esas que construyen la vida ejemplar de un obrero. Entre ellas, que no conoce de vacaciones, que, si no hay tractor, va en bicicleta, y que su carbón es el que más agradecen en las cocinas de Mantua, y más allá.
“Son cuentos de camino, pero vacaciones tengo pocas: un horno no puede dejarse por una fiesta o por la playa, porque el esfuerzo de mucha gente se quema en una noche. Hay que velarlo para producir buen carbón, y eso no se lo confío a mucha gente”.
¿Cuántos hornos ha hecho Pablo Pimienta?
“Eso ya no lo sabe nadie. Mil, dos mil. Fíjate que desde la Comandancia, allá por las lomas, hasta Blanquizales, en la antigua pista de aviación, le puedo enseñar las marcas de todas las quemas. Ahora trabajo en lo del carbón de exportación, que es una responsabilidad muy grande porque ayuda a traer dinero para el país”.
¿Y la soledad?
“La soledad la hace uno mismo. Yo nunca me siento solo, tengo el bosque, la madera, otros hornos que ir levantando, y la atención al que está quemando no me deja pestañear”.
Pero la familia siente la ausencia…
“Si, pero se acostumbra. Me casé, tuve dos hijos que son muy trabajadores y cuatro nietos que son mi vida. Cuando llego saltan y me abrazan, y ese es el regalo más grande por los días que paso fuera”.
Y para ustedes, pregunto a sus camaradas, ¿cómo es Pablo?
“Un hombre a todo, compartidor, fiera pal´ trabajo, dice José Manuel, y cuando tienes un problema, cuenta con él”.
“Periodista, agrega Yúnior, yo le aseguro a usted, que en to´ Pinar del Río, no hay otro mejor en este oficio”.
Mientras hablan, Pablo mira el suelo y con el dorso de su bota rasga la corteza del tronco donde se apoya.
“A él no le gustan los elogios, concluye Yúnior, pero los merece. Dígale que cuente lo de héroe del trabajo”.
¿Es verdad?, pregunto y Pablo sonríe, mientras sus ojos negros y almendrados se achican.
“Ya enviaron los papeles para La Habana. Tengo todas las medallas y creo que esa es la única que me falta”.
Hace una pausa, mira el bosque y continúa.
“No tengo riquezas, pero tengo una familia que me quiere. Y lo que dejaré algún día será mi ejemplo, que es trabajar y trabajar. Yo sé que mis nietos, sean médicos, maestros o carboneros, van a ser buenos”.
El sol quema a esta hora de la mañana. Los hombres continúan el montaje del horno. Le calculan 300 sacos que irán a la venta directa. En cada uno, el sudor de un ser de los bosques, Pablo Pimienta Castro; el señor carbonero de Mantua.