La paciente de Z… es una joven veinteañera, vestida con estándares de modernidad y hasta visos de ostentación. Cerca del mediodía, de un domingo, llegó a la sala de espera del servicio de Ultrasonido en el hospital Abel Santamaría Cuadrado, le acompañaba una mujer algo mayor que parecía ser su mamá, pidió el último en la cola y tomó asiento.
Un rato después recibió una llamada telefónica y comentó que ya llevaba 20 minutos allí, casi instantáneamente alguien se paró en la puerta de la consulta e inquirió por la paciente de Z…, a la que entraron, aunque en la demorada fila había ancianos y pacientes adoloridos.
Prácticas como estas no tienen que ver con el bloqueo, los salarios insuficientes, el deterioro y obsolescencia tecnológica de los equipos, lo que junto a la falta de medicamentos y otros insumos son problemas reales que hoy lastran los servicios de Salud Pública.
A lo que sí está asociado es con la indolencia y falta de sensibilidad, con la ausencia de un respeto elemental, no ya a los derechos de un ciudadano sino a los de un enfermo, porque los hospitales no son centros de recreo y esparcimiento, menos cuando hasta el traslado hacia ellos se torna un engorroso -y costoso- proceso.
Cargar nuestra paupérrima cotidianidad con males subjetivos es tan absurdo que parece irracional, pero, desdichadamente, cierto. Y mal estamos si con el envejecimiento poblacional, dentro de un centro de Salud no son salvaguardados los ancianos.
De la jornada hay otro hecho inexplicable como la ausencia de un baño para pacientes en el área de ultrasonido.
Lo más lamentable es que cosas como estas lastran el excelente trato de los profesionales que prestaban servicio, cordiales y atentos, incluso, aquellos que violentaron la cola de los pacientes.
Cualquier incomodidad dentro de un centro hospitalario se sufre más, porque quien se enfrenta a ella lo hace aquejado de algún mal o preocupación, no se trata de una prestación de servicios electiva: si no me gusta este restaurante me voy para otro y ellos pierden un cliente ¡NO!, en este caso, es una necesidad perentoria, porque tal y como están las cosas, se asiste a ellos cuando se agotan las posibilidades de mejora en casa, porque la mayoría de los cubanos nos hemos tornado en cuidadores, propios y de personas a cargo.
Ni de broma quisiera estar en la piel de un galeno que cuando examina a un paciente tiene que revisar la existencia de medicamentos para determinar el tratamiento posible en vez del idóneo, mucho menos la evaluación que hacen antes de preguntar qué tienen en casa o si pueden comprar en el mercado negro este o aquel que necesitará y no encontrará en farmacias.
El conflicto ético profesional al indicar una dieta requerida, pero a todas luces inaccesible para esa persona que tiene ante sí; la impotencia de saber cómo y no tener con qué sanar, mejorar o aliviar al enfermo.
De la misma manera en que se señalan las manchas evitables, es justo reconocer la valía de quienes siguen apegados a los preceptos del oficio, al humanismo que lleva implícito porque esperamos la conservación de la vida, el esclarecimiento, acompañamiento y ayuda.
Un agradecimiento a los que aún fertilizan la vanidad de un pueblo por la calidad de sus galenos, exonerados de cualquier responsabilidad ante las circunstancias materiales que les imposibilitan de ofrecer un mejor servicio.
Facilitarles el ejercicio y manejo de este contexto puede hacerse al no comportarse como pacientes impacientes que los pongan en tela de juicio; al no demandar tratos jerárquicos en un sitio donde la prioridad corresponde al más urgido por la magnitud o gravedad de sus males, y entender qué, quiénes siguen allí, no merecen sobre sí la ira contenida ante la imposibilidad de prometer soluciones.
El sistema de Salud Pública cubano está lejos del esplendor, pero tanto facultativos como administrativos y ciudadanos tenemos reservas, en el modo de obrar, para que el tránsito por estas instituciones sea menos doloroso.