En la finca Purísima Concepción, ubicada en San Pedro de Punta Brava, se estableció el general Antonio Maceo la mañana del siete de diciembre de 1896.
Había triunfado mucho y su gloria era conocida en Cuba entera, también en aquel poblado campesino de la Habana donde lo recibieron como a una leyenda.
Sobre las tres de la tarde, una tropa de españoles irrumpió en el campamento mambí. La avanzada cubana se sorprendió con el ataque, pero a base de destreza pudo pasar rápidamente de la defensiva a la ofensiva.
Los oficiales ibéricos retrocedieron y se atrincheraron detrás de un cercado de piedra.
Maceo avanzó hasta la cerca con algunos de sus hombres y les ordenó picarla para alcanzar las posiciones enemigas.
“Esto va bien”, le oyeron decir, minutos antes de que una bala le penetrara por el maxilar derecho y le cercenara la carótida.
Los ayudantes de Maceo intentaron rescatar el cuerpo sin vida de su jefe, pero el caos del momento se los impidió.
Cuando dejaban atrás el potrero, observaron al capitán Francisco (Panchito) Gómez Toro apresurarse hacia el sitio donde había caído el Titán de Bronce. Llevaba un brazo en cabestrillo por una herida reciente.
Le advirtieron del peligro, pero el joven continuó avanzando.
«Muero en mi puesto, no quiero abandonar el cadáver del general Maceo y me quedaré con él. Me hirieron. Y por no caer en manos del enemigo me suicido. Lo hago con mucho gusto por la honra de Cuba…», consiguió escribir a sus padres; pero no alcanzó a morir por mano propia como aseguró en su nota, sino por un golpe de arma blanca asestado por un español.
Juan Delgado, coronel mambí de sobrada valentía, exclamó que dejar el cuerpo del general Maceo a merced de los españoles, sería la mayor deshonra que el ejército insurrecto pudiera sufrir:
“El que sea cubano, el que sea patriota, el que tenga vergüenza, que me siga…”, dijo con el machete en alto y partió con 18 compañeros de armas a rescatar el cadáver del héroe y de su fiel ayudante Panchito, hijo del generalísimo Máximo Gómez.
Un campesino noble, Pedro Pérez, enterró a los dos patriotas juntos y se consagró desde entonces a custodiar aquel lugar secreto. Colocó el cuello del joven sobre el brazo derecho de Maceo, como sirviéndole de almohada, según detalló tres años más tarde a Gómez, durante la exhumación de los restos.
Así de caprichoso fue el destino, que unió en la muerte a dos hombres tan excepcionales.
Cuentan que cuando Panchito nació, el 11 de marzo de 1876, en un rústico bohío situado en los potreros de la Reforma, Sancti Spíritus, Maceo se acercó a conocer al bebé, y Manana, la madre, le comentó que el niño tenía un pequeño problema en el pie derecho:
“¡No hay novedad, porque el que necesita para montar es el izquierdo!”, respondió aquel padrino orgulloso.
Maceo atestiguó en la manigua el crecimiento de aquel niño callado y de modales intachables, hábil para aprender idiomas y desenvuelto en la escritura.
Tras el fin de la Guerra de los Diez Años, la familia Gómez-Toro se asentó en República Dominicana, donde Francisco alternó el estudio y el trabajo.
Un momento que marcó su vida, fue cuando conoció a José Martí en Montecristi, a donde el Apóstol había viajado para entrevistarse con el general Gómez.
La bondad de Panchito conmovió al escritor desde el principio. Con estas palabras lo describió:
«Era sobrio, ya como un hombre probado, centellante como luz presa, discreto como familiar del dolor».
Tanto aprecio le tomó Martí, que lo invitó a acompañarlo por Estados Unidos, Centroamérica y las Antillas, para sumar nuevos esfuerzos a la causa de Cuba y a la preparación de la Guerra Necesaria.
La labor y los momentos compartidos, los hermanaron incluso más. Panchito le recordaba a Martí a su hijo distante, y su compañía honesta y desinteresada, fue un bálsamo de ternura para aquella alma cansada de las ingratitudes del exilio:
«Ya él conoce la llave de la vida, que es el deber (…) No creo haber tenido nunca a mi lado criatura de menos imperfecciones», dijo el Héroe Nacional a propósito del carácter de aquel muchacho.
El patriotismo más auténtico corría en la sangre de Panchito, que ansiaba con todas sus fuerzas retornar a la isla que lo acunó:
«Hasta que yo no haya dado la cara a la pólvora y a la muerte, no me creeré hombre. El mérito no puedo heredarlo, hay que ganarlo», escribió a su padre en 1896 y fiel a sus convicciones, arribó a Cuba por las costas de Pinar del Río.
Maceo se alegró de reencontrar al ahijado, ya convertido en todo un hombre y lo designó como ayudante suyo en la dura faena de la guerra. Panchito peleó en Montezuelo, Tumbas de Estorino, Ceja del Negro, El Rubí, El Rosario y varios combates más. Lo hizo con tanto coraje, que fue ascendido a capitán.
Su muerte prematura, en plena flor de la juventud, es considerada una de las páginas más tristes de la Historia cubana. Solo un alma tan pura como la suya, podía ser capaz de tanta lealtad.