-Señora, ¿quiere comprar algo?
La sorpresa ante aquellas dos delgadas figuras me robaron la respuesta a la pregunta. En sus pequeñas manitas cargaban una caja con dulces, caramelos y cremitas de leche. Cuando salí de mi estado de ira, mezclado con pesar, les agradecí, decliné la oferta y las vi alejarse rumbo a otras casas en busca de clientes.
Estoy casi segura de que aquellas dos niñas no pasan de sexto grado. Recordé entonces que hace unas semanas había visto a un muchachito en plena avenida Martí vendiendo pasteles. Mi primera imagen fue la de la Cuba neocolonial, cuando muchos pequeños limpiaban zapatos, vendían periódicos o cualquier otra cosa para ganarse unas pesetas.
Cual boomerang regresó mi ira solo de pensar en que los padres de aquellas criaturas permitieran o, tal vez, fueran los artífices de tales escenas. Y no es cuestión de juzgar lo que sucede en el seno familiar, porque la situación económica es bien compleja y en muchas mesas hoy falta el plato fuerte. Pero, ¿llegamos al punto de incentivar el trabajo infantil?
En septiembre pasado se aprobó el nuevo Código de las Familias, y mientras para muchos lo más novedoso era la parte del matrimonio igualitario, el cuerpo legal dedica varios artículos a los derechos de la infancia.
En varios apartados de la nueva ley se detalla la responsabilidad familiar de garantizarle a los menores el disfrute pleno y el ejercicio efectivo de sus derechos a “crecer en un ambiente libre de violencia y a ser protegidos contra todo tipo de discriminación, abuso, negligencia, perjuicio o explotación”.
Y más importante aún es su derecho al “descanso, el juego, el esparcimiento y a las actividades recreativas propias de su edad”.
Me pregunto entonces, si se escucha hasta el cansancio que en Cuba no hay nada más importante que un niño, ¿qué hacen dos muchachitas, en plena etapa vacacional, “meroliqueando” en la comunidad?
Es cierto que las opciones para el disfrute veraniego son limitadas, sobre todo si se tiene en cuenta el estado raquítico de los bolsillos, pero eso no justifica a ningún padre de poner a su hijo, o de permitirle, que haga lo que a un adulto corresponde.
“Que aprenda a lucharla desde chiquita”, he escuchado criterios como ese. ¿Es eso realmente lo que hemos de inculcarle?
Traer hijos al mundo es una bendición innegable, pero con ello viene incluido el sacrificio que los padres han de hacer para intentar darles el bienestar que merecen, el desarrollo integral que les provea de herramientas valiosas para enfrentar el futuro.
Esos sacrificios, aunque se deje la piel en el camino, es muchas veces el precio que se paga para proteger a un hijo, y difícilmente pesa. Involucrarlo en la perturbadora dinámica financiera y económica de la familia sin que tenga la edad para ello, no es, a mi juicio, la mejor forma de darles ese bienestar.
Quemar las etapas en que se sueña diferente para que aprendan a “luchar” y aporten, dista bastante de enseñarles el valor del trabajo honrado, de la humildad, de lo que realmente es una familia.
Desafortunadamente, hay imágenes hoy que nos pasan por delante en esta Cuba del siglo XXI que se asemejan a la otra Cuba. Mucho más preocupante aún es la impunidad, la dejadez y el resquebrajamiento de valores que le pasan factura a la sociedad de manera tan sutil que ni cuenta nos damos.
Para los niños trabajamos, decía Martí, y no a la inversa.