Existió una vez un hombre rico, muy orgulloso de su bodega y del vino seleccionado por él, y más lo estaba de unas vasijas con vino añejo que guardaba para alguna ocasión especial.
El gobernador del estado fue a visitarlo, y el hombre luego de tanto pensar se dijo: “No destaparé esa vasija por un simple gobernador”.
Un obispo de la diócesis lo visitó, pero él expresó para sí: “No, no destaparé uno de esos añejos. Él no apreciará su valor ni el aroma dará placer a su olfato”.
También el príncipe del reino llegó a su morada y almorzó con él, pero este pensó: “Mi vino es demasiado exquisito para un simple príncipe”.
Ni aun el día en que su propio sobrino se desposó fue capaz de abrir una de aquellas vasijas, pues pensaba: “No, esa vasija no debe ser traída para estos invitados”.
Y los años pasaron y murió siendo ya viejo y fue enterrado como cualquier semilla o bellota.
El día después de su entierro, tanto la antigua vasija de vino como las otras fueron repartidas entre los habitantes del vecindario. Y ninguno notó su antigüedad; para ellos, todo lo que se vertía en sus copas era simplemente vino. Cuento de Khalil Gibrán.