Un grupo de jóvenes en la playa Las Canas improvisa una fiesta en una de las casas cercanas al mar. Pedro Junco permanece retraído, apartado en un rincón de la sala, mirando sin ver, como aquel que espera la llegada de alguien. Sale rumbo al muelle, se recuesta a la baranda. El mar es un cristal oscuro que brama. Saca su pluma y un pedazo de papel estrujado; borronea: “Me lo dijo el mar, sin que tú lo oyeras y en la melodía de sus negras olas me contó tu amor…”. Tiene solo 22 años. Morirá a inicios de la próxima primavera, pero aún no lo sabe.
La canción estaba dedicada a uno de sus grandes amores y mejor amiga: Rosa América Cohalla. Se lo declararía en una de sus cartas: “La escribí pensando en ti, en nuestro algo que no es”.
Ella era poetisa, matancera, 11 años mayor que él, hermosa mujer muy reconocida en la vida cultural de su natal Colón. Sus bellos ojos verdes inspiraron la canción bolero aquella noche. Más que un amor idílico, Rosa América fue probablemente la única mujer a la que Pedro confiara sus aventuras, sin dejar de reconocer que también la amaba.
No es secreto que era abundante en pasiones. Tenía complexión atlética: desde niño luego de cada clase de piano corría al terreno del ferrocarril a jugar pelota con sus amigos; ya adolescente practicaba boxeo en la azotea de su casa. Culto, elegante, perfumado, dominaba el arte de la seducción. Es de suponer que cada mujer que lo viese frente al piano y detallara el erotismo del contacto entre sus manos y el instrumento, cayera rendida ante la sensibilidad del artista que además parecía un galán novelesco.
Venció lo irrealizable, y no por ser diestro en conquistas sino por transitar al éxito internacional precozmente. Su producción musical abarcó distintas modalidades y géneros del complejo de la canción, con cierto guiño al bolero y la habanera. Incluso, compuso un vals, quizás como resultado de la influencia de la música latinoamericana en la radio y el cine de la época.
Hasta la fecha, sus obras se han utilizado en la cinematografía mexicana en películas como El intruso (de Mauricio Magdaleno, 1944) y Nosotros (Fernando A. Rivero, 1945) e intérpretes de todo el mundo como Julio Iglesias, Pedro Vargas, Omara Portuondo, la orquesta Aragón, las Hermanas Lago, Sara Montiel, Albert Hammond, Lupita D’Alessio, Plácido Domingo… han coloreado sus letras.
En cierta ocasión, un amigo de la infancia le preguntó: “¿Qué pones primero, la música o la letra?”, contestó: “No sé si te lo pueda explicar… yo no puedo hacer nada forzado, mis dedos se deslizan sobre el teclado y voy poniendo las notas, voy expresando lo que siento dentro de mí, llevando la inspiración que me dicta el corazón… y va surgiendo la melodía”.
Nació el 22 de febrero de 1920. Lo bautizaron Pedro Buenaventura Jesús Junco Redondas y como su nombre, a él llegó temprano la buena fortuna. A pesar de la holgada situación económica familiar, junto a sus hermanos comenzó su educación en escuelas públicas; aunque sus padres no tardaron en notar sus aptitudes artísticas y desde los ocho años lo iniciaron en el estudio del piano.
Pedrito era el niño resuelto al que le molestaba que las clases de música coincidieran con sus juegos de pelota, porque llegaba tarde. El mismo que regalaba ropa a sus amigos más humildes para que no arruinaran su única muda de salir en el terreno. Aquel que les hizo acrósticos y hasta alguna parodia. Ése que organizaba la conga de los equipos de básquetbol en los encuentros interprovinciales y dirigía el grupo. Aquel con voz de barítono que conversaba con otros sin distinguir el color de la piel o el peso de los bolsillos, algo inusual para la época. El que no resistía una ofensa personal o una injusticia en su presencia.
A los 15 años ya había alcanzado los seis pies de altura. Su padre le regaló un caballo albo y brioso sobre el que recorrió las calles pinareñas con varonil estirpe. Su profesora en el Conservatorio Orbón de Pinar del Río, Delia García de Figarol, decía: “Fue un talento musical innato, pero desordenado. No tenía rigor de estudios. Era temperamental, a veces tímido, otras, testarudo. Pero eso sí, muy amable”.
Cayó Machado y se escuchaban las historias de rebeldía en la Universidad de La Habana. Peleaba a puñetazos contra los muchachos del Ala Izquierda en la academia Raymat. Después, olvidaba las broncas para entregarse al romance, al deporte y a los libros con estremecimiento adolescente.
“Vivía lleno de ilusiones, de nobleza, pero al mismo tiempo muy activo. Era católico práctico, pertenecía a los Caballeros de Colón, pero no era fanático, aunque defendía sus convicciones, respetaba las ideas de todos”, contaba su amigo entrañable Orlando “Chiquitico” Calero.
A su novia –la única formal– la conoció en el Instituto de Segunda Enseñanza. La enamoró en los bancos del vestíbulo. Comenzaron las cartas furtivas y los recados para que ella se asomase a la ventana. Luego formalizaron la relación entre familias. Su nombre era María Victoria Mora Morales, muchacha de excepcional cultura, madurez y refinamiento. Proveniente de familia próspera, residía en la finca El Gacho, en San Juan y Martínez. Los 25 kilómetros que los separaban entre ambas ciudades hicieron de su relación un algo distante; sin embargo, cuentan que no existía pareja más afín y atrayente.
Empezó la carrera de Derecho cuando terminó el instituto en 1939, pero no continuó sus estudios para quedarse auxiliando a su padre en la Agencia Ford, a cargo de la contabilidad del negocio. Ya en 1940 comienza a ser conocido por figuras del ámbito cultural capitalino. Decide que la música será su destino final. Atizó la existencia con la altura de sus inmaduros años a la velocidad de un tren. Frecuentaba fiestas en pueblos vecinos y en La Habana, pero retornaba siempre a Pinar del Río porque la ciudad tenía una impronta de la cual no podía desprenderse, a veces imponderable.
Se reunía con sus amigos: él al piano, el primo Luis Montes Junco cantaba sus canciones y el resto coreaba desafinado. Después de almuerzo recogía en su carro a “Chiquitico” y se iban por la calle Real, al cine o al Malecón a “pasar lista” a las muchachas. La conquista era un entretenimiento.
¿Estuvo Nosotros, su más exitosa canción dedicada a Rosa América o a María Victoria? Algunas fuentes, incluso, refieren como su musa a otra mujer que residía en La Habana y que se encontraba de paso por la ciudad… No lo sabremos con certeza. Quizás la escribió para cantársela a todas y dejar en ellas el mejor de los recuerdos: el del anhelo imposible.
Cuando Pedro compuso la canción habían pasado seis meses de su ruptura con María Victoria. Ella había terminado la relación por los rumores de las constantes infidelidades de Pedro, pero ese rompimiento lo atormentaría siempre. Se lo haría saber a Rosa América en infinidad de cartas, en las que por supuesto tampoco dejó de endulzar los oídos de la matancera. Mantuvo ambas relaciones al unísono, inclusive con otras damas.
No falta quien asocia el pesimismo de Nosotros a la convalecencia del autor tras su primera enfermedad, a fines de 1942. Su padre era portador del bacilo de Koch e inmediatamente la familia y el propio joven pensaron que había contraído la tuberculosis.
En abril de 1943 vuelve a enfermar. Lo ingresan en el Vedado, en la clínica Damas de la Covadonga. Esta vez presiente su muerte no anunciada. Escribe a Rosa América: “Sé que estoy condenado… y mi fin está próximo; sin embargo, qué importa eso. Si soy cristiano no tengo miedo… Estoy resignado…”.
La noche del 25 de abril en el radio junto a su cama escucha el estreno de su canción Soy como soy en la voz de René Cabel: Soy como soy/ y no como tú quieras, /que culpa tengo yo de ser así/ si vas a quererme/ quiéreme/ y no intentes hacerme, / como te venga bien a ti…).
Su pecho se agita, corren lágrimas por sus mejillas, le viene un golpe de tos con sangre. Su hermana corre al pasillo buscando un facultativo, pero cuando regresan a la habitación Pedro yace recostado a la almohada. En la noche mansa estallaron los lamentos.
¿En quién pensaría en sus últimos minutos cuando quedó solo con su música en el éter? ¿En la vida misma?
No murió de tuberculosis como cuenta el mito. Si hubiese tenido una enfermedad infectocontagiosa, la ley prohibiría internarlo en las Damas de la Covadonga. Por esos años, la tisis solo era tratada en el sanatorio La Esperanza o en el hospital Las Ánimas. El certificado de defunción declaraba que falleció de anoxemia, bronconeumonía. Lo enterraron en su natal ciudad.
El mundo estaba triste ese lunes. Fue tendido en la casa de sus padres, por donde desfiló el pueblo vueltabajero para rendirle el último tributo. El ataúd fue cubierto con la bandera cubana y la de los Caballeros católicos. El cortejo recorrió la calle Martí en dirección contraria al tránsito paralizando la circulación de vehículos. A su paso, todos los comercios cerraron sus puertas y desde los balcones arrojaron flores.
Rosa América escribió una nota póstuma para la prensa. En público ella declaraba ser admiradora y amiga: “Se han cerrado para siempre los ojos grandes y soñadores de Pedro Junco, precisamente en los momentos en que el embrujo de su música, en rápida ascensión se imponía fuera de nuestras fronteras… Su vida la matizó el amor, pero sin pasiones violentas, su vida fue acrisolada y caballeresca, un amor imposible…”.
María Victoria colocó una losa en el panteón de los Junco Redondas, en la que no faltaron sus flores durante muchísimo tiempo. Nunca lo perdonó, pero lo recordó siempre.
Al morir dejaba en su cuaderno, escritas en tinta verde, las letras de 36 canciones, en su mayoría inéditas y cuya música se ignora porque nunca las transcribió en notas y claves. Eso es otro de sus enigmas.
La casa de los Junco Redondas es hoy la sede de la Uneac en Vueltabajo. En la sala está dispuesto un piano de cola que no perteneció a Pedro porque fue traído después a la institución; pero uno no puede frenar presentirlo con su traje beige, estilo Glenn Plaid de hombros extra anchos para resaltar su silueta de atleta. Las manos en el teclado, zapato Oxford de dos tonos sobre el pedal. En el atril, Nosotros.
Y allí la musa, con un vestido primaveral, de talle corto y mangas aglobadas, con su falda abriéndose en amplio vuelo; apoyada sobre la tapa de caoba. Vibra con la pulsación del instrumento.
Cuando el visitante avanza por el recinto puede sentir un suave aroma a rosas o a mar moviéndose en la opacidad del amanecer. Si presta verdadera atención, escuchará las notas de un piano en el hechizo del aire.