A veces el paisaje urbano se te antoja monótono y de tanto recorrer las mismas calles llegas a considerarlas ordinarias e inferiores a las de otras ciudades más sofisticadas.
A veces hace falta viajar lejos y saborear las bondades de otros lares, para que al retornar tu tierra crezca ante tus ojos, con sus luces, miserias y experimentes un júbilo similar al del escritor y periodista Cirilo Villaverde, autor de la emblemática novela Cecilia Valdés, cuando visitó de adulto San Diego de Núñez, el pueblito de su infancia:
“…Entré en la población, radiante el rostro de alegría, regocijado el corazón y pareciendo que saltaban de gozo… la colina, el valle, el mismo río, el tronco de la palma, la mata de ciruelas, sitios y árboles que me vieron niño, inocente, juguetón, y hoy me ven con la cabeza cargada, el alma en continua lucha con sus pasiones…”, reveló en su relato Excursión a Vueltabajo, que constituye no solo un viaje a sus raíces personales, sino también a las esencias más genuinas de la cubanidad.
No hay nada más placentero que el olor a hierba fresca que se te cuela en la nariz cuando vienes de camino a Pinar del Río. El verde de esta región es, quizás, el más bonito y brillante de Cuba.
Eso creían los primeros lugareños que edificaron sus rústicas casas en las proximidades del río Guamá, al arrullo de un bosque de pinos. La zona se inundaba con las crecidas y fue conveniente trasladar el asentamiento hacia un lugar más alto, cerca de lo que es hoy el Parque de la Independencia.
A partir de este sitio, se nucleó un poblado irregular, de calles sinuosas y viviendas vernáculas hechas de tablas y guano. Las mismas serían sustituidas más adelante por edificaciones de mayor solidez, coronadas por cubiertas de tejas criollas.
Juan Carlos Rodríguez Díaz, historiador de Pinar del Río, señala que el auge de la actividad tabacalera influyó en el crecimiento y consolidación del poblado, que evolucionó paulatinamente hasta alcanzar la categoría de Villa hacia 1859.
Los vecinos anhelaban el reconocimiento del espacio construido por ellos y por sus antecesores, y solicitaron a la Reina Isabel II de España, en 1863, y luego en 1865, la concesión del Título de Ciudad. El reconocimiento se concretó el 10 de septiembre de 1867, apenas un año y un mes antes del inicio de la Guerra de los 10 Años, primera de las contiendas libradas por el pueblo de Cuba en pos de su independencia.
En cada una de estas lides destacó la valía de los pinareños, como aquellos reclutas que, en el combate de Río Hondo, librado el siete de febrero de 1896, se lanzaron sobre las bayonetas y fusiles sin otra arma que su profundo valor. Ni siquiera contaban con un machete para defenderse.
Frente a los cadáveres de los patriotas vueltabajeros, el Lugarteniente General Antonio Maceo expresó conmovido: «Yo nunca había visto eso: gente novicia que ataca inerme a los españoles, con el vaso de beber agua por todo utensilio; ¡y yo le daba el nombre de impedimenta!».
Con el mismo coraje, los hombres y mujeres de esta tierra han enfrentado disímiles adversidades: la crudeza del periodo especial, la tristeza de ver sus casas derribadas por el coletazo de un ciclón, la sensación de perderlo todo y comenzar desde cero…
Los actuales también son tiempos duros, de adioses a personas entrañables que ya no desandarán nunca más los comercios y las avenidas, que ya no se sentarán a tu lado en el trabajo ni te harán reír con sus ocurrencias.
Tendremos que reinventar nuestras vidas sin ellos y sumarnos con más fuerza a la batalla colectiva contra la pandemia que nos ha herido tan hondo. Así como quien coloca un ladrillo sobre otro y un techo fuerte sobre los pilares desnudos de una casa golpeada por el huracán, reconstruiremos nuestra cotidianidad; y la algarabía infantil tomará por asalto a las escuelas, los enamorados se besarán otra vez en los parques, los teatros reabrirán sus puertas, los amigos volverán a abrazarse y continuaremos soñando una ciudad mejor para nuestros hijos, y también para nosotros.