Las mañanas son apacibles en Arroyos de Mantua. Ningún lugar del occidente recibe el sol tan dispuesto.
El verde del manglar adquiere tonos dorados, canta el gallo, y las pequeñas olas golpean suavemente el costado de los barcos surtos en puerto.
Arranca un motor marino, canta el pelícano y saltan los agujones perseguidos por algún peje grande.
La campana anuncia el día en el puesto de guardafronteras, mientras el vaho del café se extiende más allá de la cocina hasta los guardias somnolientos que hicieron el turno de la madrugada.
Pero los domingos son más tranquilos, como si el tiempo aminorara la marcha, para dar un respiro a los muchachos que cuidan las costas de esta Isla.
Una llamada dispara las alarmas y eleva la adrenalina hasta niveles insospechados: un hombre está atrapado en el fondo de un pozo, a 25 metros de profundidad, y es necesario rescatarlo. Entre los escogidos está el soldado Abel Martínez Fiallo, del Grupo de Destino Especial.
Abelito tiene 21 años, es mediano, piel morena, ojos reidores y uniforme impecable. Su fisonomía denota acción, como si un mecanismo interior le permitiera vivir en alerta perenne.
La historia de este joven se parece a su tiempo.
“Mi papá era policía. No recuerdo un solo día que no estuviera en “posición uno”. Crecí en esa aureola del deber, sobre todo porque estaba convencido que mi papá era un héroe”.
Abel escoge las palabras, porque habla con respeto de una historia que nació en la admiración de un crío por la figura paterna.
“Cumplí 18 y me incorporé al Servicio Militar. Cuando me licenciaron trabajé un tiempo en el sector privado, pero me di cuenta que lo mío era seguir el camino de mi papá”.
En el 2021 Abel se unió a las filas del Ministerio del Interior como miembro de la Brigada Especial.
“Me presenté a la convocatoria, casi de inmediato comencé el entrenamiento en el Centro de Instrucción. Me destinaron al batallón especial de Pinar del Río como agente de brigada. Ahora mi misión es en el Grupo de Destino Especial, con la preparación pertinente y las exigencias de las nuevas obligaciones”.
Volvemos al presente, le pregunto qué sucedió aquella mañana del domingo dos de junio.
“Un oficial de las Tropas Guardafronteras, dos soldados y yo acudimos al llamado de los vecinos para socorrer a un ciudadano atrapado en un pozo de brocal”.
La idea era extender una cuerda y sacar al hombre siniestrado, pero una vez en el lugar, Abel y sus compañeros se percatan de una realidad muy distinta.
“En la penumbra, a 25 metros, un adulto intentaba sobrevivir, pero su lucha lo debilitaba más y más, hasta dejarlo agotado y sin oxígeno”.
Había muchas personas. El médico y la enfermera del servicio extendido de Salud, vecinos conmocionados, familiares y trabajadores de la unidad pesquera. Todos querían ayudar, pero antes, debían alcanzar al hombre que desfallecía en las entrañas del pozo.
¿Tomaste la decisión a la ligera?
Abel se pone serio. Organiza sus pensamientos y me habla.
“Los militares siempre tenemos un plan A, un plan B… y nunca actuamos por impulso. Sucede que el tiempo estaba en contra de nosotros. Entonces supe que un hombre iba a morir y eso no lo podía permitir”.
Algunos trajeron una escalera, de las que emplea la Empresa Eléctrica, pero la profundidad era excesiva. Entonces el soldado tomó una decisión concluyente: bajaría, no había otro remedio. Le era ajeno el interior del pozo, estaba oscuro y estrecho, por lo tanto, tenía que operar rápido. Sus compañeros, incrédulos, no alcanzaban a comprender lo que les decía.
“Si no lo hago, se muere”, les comentó.
Comenzó el descenso. Decenas de manos sujetaban la cuerda con la que bajaba la única esperanza del hombre atrapado en lo profundo.
“Cuando iba por la mitad, me percaté que la ausencia de oxígeno se hacía cada vez más evidente. Logré llegar a él y, con la intención de motivarlo, le dije: “Tranquilo, he venido a salvarte”.
Por su preparación, Abel sabía que trataba con una persona desesperada, en pánico y con una condición física muy delicada.
“Lo até fuerte y di la señal. La acción no excedió los dos minutos. Cuando llegamos a la boca del pozo, la gente lanzó un grito de alegría y nos sujetaron. A él lo llevaron inconsciente para la institución de salud”.
Abel concluye el relato, sus compañeros asienten. Y lo hacen como si lo vivido fuera tan común; una de las tantas misiones que cumplen los guardafronteras. Es evidente: de tan modestos, no ven en el hecho la hazaña materializada por amor y empatía con sus semejantes.
¿Sentiste miedo?
Los muchachos ríen, Abel les revira los ojos y contesta.
“Claro, siempre está el miedo ante lo desconocido, pero el miedo se domina, porque mi temor a que el ciudadano muriera en la profundidad, era mayor”.
Dos años atrás, el padre del soldado Abel Martínez Fiallo falleció. Para mí, era de esos hermanos que nos da la vida, por eso le pregunto:
¿Qué diría tu papá?
“Si él estuviera aquí, seguro que aprobaba mi decisión. Era tu amigo, me dice, sabes que lo haría”.
Asiento, estrecho las manos del grupo y doy por terminada la entrevista. Entonces pienso que, es muy posible, hay una, dos, 10, 100, 1 000, un millón de esperanzas.
Si estos muchachos, militares de mi país, sacrificados, y lejos de sus seres queridos, son capaces de despojarse de egoísmos y exponer sus vidas, sus jóvenes y valiosas vidas, por el débil, el necesitado, el caído, pues hay motivos suficientes para dormir tranquilos y rompernos las uñas al alba por el bien de la Patria que ellos defienden.