Estás ahí, en un estrecho pasillo de la Maternidad. Caminas de un lado a otro, te muerdes las uñas, te rascas el pelo, desesperas.
Una mano familiar se posa en tu hombro. “Todo va a estar bien”, te dicen, y asientes con la cabeza.
Luego la ves por primera vez. Es un bulto rosado y pequeñito que dormita en el pecho de su madre. Sientes que el corazón te va a estallar de tanta emoción.
Su cuerpo es la cosa más preciosa que has tomado en tus brazos. Es tan frágil que te parece como si pudiera romperse, entonces te prometes a ti mismo protegerla de las adversidades, enseñarle todo lo bueno que sabes y luchar por su felicidad cada día de tu vida.
Ella crece divertida e inteligente y hace contigo su voluntad. Trabajas de sol a sol para que no le falten las malangas; te vuelves titiritero, narrador de cuentos; tomas café imaginario en tacitas de juguete y hasta prestas tu rostro para que ella lo garabatee con plumones a su antojo.
Es pícara y sabe que logrará cualquier cosa de ti estampando sus besos pegajosos en tu cara.
La llevas en tu bicicleta a todos lados, le repasas las tablas de multiplicar, acompañas su adolescencia, le riñes en las ocasiones que lo ameritan, te reconcilias con ella una y otra vez, te enorgulleces de sus logros, la aplaudes cuando obtiene su diploma de graduada y lloras como un niño cuando se va de casa.
Pero como en la vida todo vuelve a comenzar, otro día retornas a la impaciencia de un pasillo de hospital y se te doblan las rodillas cuando escuchas el primer llanto de tu nieto. Les muestras sus fotografías a todos tus conocidos y sonríes orgulloso cada vez que alguien te dice que se parece a ti, aunque en el fondo sabes que los bebés recién nacidos en realidad no se parecen a nadie.
Le pides a tu hija que le enseñe a decirte pipo, porque te estás poniendo mayor y esos mimos le asientan a tu alma como un bálsamo.
Y esos dolores de columna que a menudo sientes se disuelven cuando tu nieto se encarama en tu espalda cual si fueras un caballo trotón, uno que saca energías para correr por el parque, que está puntual a la salida del círculo infantil y que se derrite de amor cuando su pequeño dice espontáneo: “Pipo, cómo te quiero”.