No es nada sencillo para el cubano promedio llenar la mesa cada día para su familia, independientemente de sus integrantes –entiéndase que, a mayor número de comensales, más difícil será el acopio y menor lo acopiado por aquello del salario promedio, los altos precios y demás–.
¡Y qué digo llenarla! El solo hecho de poder contar o llevar y poner en ella arroz, frijoles y algún que otro pedacito de pollo, cual vellocino dorado, es hoy un manjar divino. Esto último, no por la exquisitez precisamente, sino porque como dijera el refranero, “donde hay hambre no hay pan malo”.
Lo cierto es que alejado de todo lo relativo al proceso “forrajear”, comprar productos de índole alimentario se ha convertido en una verdadera odisea.
Usted me dará la razón, querido amigo lector, cuando entre sus vicisitudes pueda narrar lo engorroso de un día de compras. Quizás me diría que si los precios están inflados, que si la corrupción, que si los revendedores o, quizás, hasta que los surtidos y ofertas estatales son escasos.
Lo entiendo, y sin cortarle la inspiración narrativa de otras miles de inquietudes, le diría sin pensar que estoy totalmente de acuerdo con usted, pues los del lado de acá de estas letras también sufrimos a diario.
Pero hay algo que a quien suscribe le preocupa sobremanera en este apartado: la preferencia de quienes expenden hacia la putrefacción de mercancías, antes que a las rebajas.
Hablo con conocimiento de causa, pues no son pocos los establecimientos que he visitado, y los otros que muchos me han comentado con prácticas e ilógicas resoluciones similares.
Y no es nada difícil, un solo recorrido con una observación crítica y preguntas incómodas a vendedores, bastará para percatarse de este problema.
Tarimas llenas de plátanos maduros en exceso, al punto de la negritud, calabazas y habichuelas jojotas, boniatos pasados… y qué decir de los incipientes tomates, coles y otras hortalizas de estación.
Productos en muchas ocasiones de tercera o… a precios de primera calidad. Como decía, ante la pregunta, el vendedor muy avezado decide irse por la tangente y, en el mejor de los casos, le recuerda al comprador que es un establecimiento privado, que él no es el dueño, y que ese es el precio, guste o no.¡Vándalos! ¡Miserables! Cuánta bajeza del alma arrastrándose entre tarimas y pisos colorados por el fango y la tierra cobriza.