Comer cocos y ratas durante más de un mes para sobrevivir en una isla desierta puede parecer cosa de películas, pero en realidad es parte del testimonio de tres balseros cubanos rescatados por la guardia costera estadounidense el pasado mes de febrero: dos hombres y una mujer lograron llegar a tierra, a nado, después del naufragio de una rústica embarcación.
Es ese quizás un destino bastante favorable si se compara con la cantidad de vidas que se ha tragado un estrecho margen de 90 millas. Antes, nos enterábamos por comentarios impersonales, y alguna que otra vez por las noticias en la televisión o te lo intentaban ilustrar en algún filme en coproducción.
Ahora, los rostros te asaltan en las redes sociales y hasta te calan más hondo, pues la foto de dos niños que inundó las plataformas digitales en semanas recientes, sea cual fuere el propósito de los que se aprovechan de exponer asuntos tan sensibles, me atrevo a decir que conmovió a más de una persona.
Enseguida pensé en Elián González, reviví la historia que él mismo ha contado con lágrimas en los ojos y pienso en lo fuerte que ha tenido que ser durante más de dos décadas, en la suerte que tuvo de no perecer en medio del océano, y en la mala fortuna de otros que no pudieron vivir para contarlo.
El pasado 15 de marzo, en una declaración del Minrex, Cuba anunciaba la conclusión de la búsqueda de un grupo de personas desaparecidas cerca de Bahamas hacía más de 10 días, entre ellos, los dos pequeños de la trágicamente “popular” foto.
Desde el año 1966 la Ley de Ajuste Cubano estimula y fomenta la salida ilegal del país. Y no solo se traduce en éxodos marcados por el estado rústico de embarcaciones, sino en negocios de tráfico de personas y violencia; en teorías del sálvese quien pueda con tal de llegar a la otra orilla.
Cualquiera diría que los cubanos somos privilegiados ante tal política; sin embargo, la suspensión del procesamiento y otorgamiento de visas de inmigrante y no inmigrante en la embajada estadounidense en La Habana demuestran otra cosa.
Respeto la libertad de cada quien de elegir lo que crea mejor para su vida. Además de ser una necesidad, migrar está establecido en el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos como una garantía inalienable de las personas. No sería prudente entonces juzgar a nadie por su elección de aventurarse a lo que cree sería la solución a todos sus males, a cualquier precio.
Sin embargo, considero cuestionable y muy injusto someter a un niño a tales propósitos, arriesgar su vida por la idea de pensar que podrán estar mejor económicamente. ¿Es eso lo mejor para ellos? ¿Tiene precio la vida de un inocente, que no sabe definir aun lo que está bien o mal? ¿No son acaso ellos el mayor tesoro que debemos proteger?
En muchas familias cubanas está la huella de la Ley de Ajuste Cubano. Los que literalmente han navegado con suerte, alimentan cada día la esperanza de abrazarse otra vez y conservan la satisfacción de haber sobrevivido a una travesía peligrosa, pero que les valió la pena.
Desafortunadamente, muchos padres lloran por sus hijos perdidos en el mar, ellos sí perdieron la esperanza de un nuevo abrazo.
Es cierto que las condiciones actuales pueden ser un factor desencadenante para lanzarse al mar, a pesar de que no exista más la política pies secos/pies mojados.
Las promesas de que la vía es segura funciona cual canto de sirena ante la angustia o la desesperación por disímiles necesidades económicas. Pero la vida sí que no tiene precio. Negociarla en una ruleta rusa no vale la pena cuando exponemos a nuestros seres más queridos.
No todos han vivido para contarlo.