Ser niño o niña requiere valentía y mucha inteligencia. No cualquiera se atreve a llevar en sus hombros la responsabilidad de un mundo mejor, de reír cuando parece que ya no quedan razones, y encontrar en lo absurdo, las respuestas simples a los problemas complejos.
A cargar en miradas, que solo guardan inocencia, la alegría que sale en búsqueda de nuevos huéspedes, porque ¿quién no lo sabe?, no hay mayor energía que la que se tiene en esos primeros años cuando basta solo un espacio para elaborar fantasías, soñar, espantar el silencio con risas, y ser, sin más intención, que la de estar.
Si hay un tesoro que merece todas las medidas en el afán de cuidarse, es la infancia, ahí está la garantía del porvenir, los escudos que no fallan al protegernos de la monotonía, el aburrimiento y curarnos de males como la tristeza o la desesperanza cual milagreros.
Los pequeños van por ahí, regalando su sonrisa, y a quien tenga la suerte de encontrarse una, que la aproveche, no la puede dejar pasar, si es posible pida un deseo, regale una caricia para retribuir al universo.
Son sabios porque solo sienten, y en las emociones no hay engaño. Dan sin esperar retribución, quieren desde la pureza de los que se sienten únicos sin necesidad de proclamarlo, en ellos vive todo lo que merece ser salvado, y es deber primero amarlos.